«LOS DONES Y LA LLAMADA DE DIOS SON IRREVOCABLES»
(Rm 11:29)

Una reflexión sobre cuestiones teológicas en torno a las relaciones entre católicos y judíos
en el 50° aniversario de “Nostra Ætate (N° 4)

PREFACIÓN

Hace cincuenta años fue promulgada la Declaración «Nostra Aetate» del Concilio Vaticano II. Su artículo cuarto presenta la relación entre la Iglesia Católica y el Pueblo Judío en un nuevo marco teológico. Las siguientes reflexiones intentan repasar con gratitud todos los logros alcanzados durante las últimas décadas en las relaciones Judío-Católicas, y ofrecer un nuevo estímulo para el futuro. Destacando una vez más la naturaleza especial de esta relación, dentro del ámbito más amplio del diálogo interreligioso, serán ulteriormente examinadas cuestiones teológicas tales como la importancia de la revelación, la relación entre la Antigua y Nueva Alianza, la relación entre la universalidad de la salvación en Jesucristo y la perennidad de la Alianza de Dios con Israel, y el mandato de la Iglesia de evangelizar en relación con el Judaísmo. Este documento presenta algunas reflexiones católicas sobre estas cuestiones, colocándolas en su contexto teológico, para que los miembros de ambas tradiciones religiosas puedan profundizar su significado. El texto no constituye un documento magisterial o una enseñanza doctrinal de la Iglesia Católica, sino sólo una reflexión, preparada por la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos, sobre temas teológicos actuales, desarrollados a partir del Concilio Vaticano II, que pretende ser un punto de partida para un ulterior pensamiento teológico, en vistas a enriquecer e intensificar la dimensión teológica del diálogo Judío-Católico.

1. Breve historia sobre el impacto de «Nostra Aetate» (Nº.4) en los últimos 50 años

1. «Nostra Aetate» (Nº.4) puede catalogarse muy bien entre aquellos documentos del Concilio Vaticano II que han sido capaces de originar, de forma particularmente incisiva, una nueva dirección dentro de la Iglesia Católica. Este cambio en las relaciones de la Iglesia con el Pueblo Judío y el Judaísmo, aparece muy claro si recordamos las grandes reservas que anteriormente existían por ambos lados, debidas en parte a que la historia del Cristianismo se juzgaba discriminatoria de los Judíos, llegando a incluir intentos de conversión forzada (cf. «Evangelii Gaudium«, 248). El trasfondo de esta conexión compleja reside, entre otras cosas, en una relación asimétrica: los Judíos, en cuanto minoría, tenían que confrontarse a menudo con y en dependencia de una mayoría Cristiana. La sombra oscura y terrible de la Shoah sobre la Europa del período Nazi causó la catástrofe que llevó a la Iglesia a reflexionar de nuevo sobre sus vínculos con el Pueblo Judío.

2. El aprecio fundamental expresado en «Nostra Aetate» (Nº.4) por el Judaísmo ha facilitado, no obstante, que las dos comunidades, que anteriormente se confrontaban con escepticismo, llegasen – paso a paso con el correr de los años – a considerarse compañeros fiables e incluso buenos amigos, capaces de afrontar juntos las crisis y de negociar los conflictos positivamente. Por esto el artículo cuarto de «Nostra Aetate» es reconocido como un fundamento sólido para optimizar las relaciones entre Católicos y Judíos.

3. Con el fin de aplicar de un modo más práctico «Nostra Aetate» (Nº.4), el Papa Pablo VI estableció, el 22 de octubre de 1974, la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos. Esta, aunque depende organizativamente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, opera con independencia en su tarea de acompañar y fomentar el diálogo religioso con el Judaísmo. Desde una perspectiva teológica, resulta también conveniente la unión de esta Comisión con el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, porque la separación entre la Sinagoga y la Iglesia puede considerarse como la primera y la más extensa división interna del Pueblo Escogido.

4. Ya en el año de su fundación, la Comisión de la Santa Sede publicó, el 1 de diciembre de 1974, su primer documento oficial, con el título «Pautas y sugerencias para la aplicación de la Declaración Conciliar Nostra Aetate (Nº.4)«. El interés principal y nuevo de este documento consiste en reconocer al Judaísmo tal como él se define, declarar la gran estima que el Cristianismo siente por el Judaísmo y recalcar la importancia que la Iglesia Católica asigna al diálogo con los Judíos. Como expresan las mismas palabras del documento: «A nivel práctico, en particular, los Cristianos deben esforzarse por adquirir un mejor conocimiento de los componentes básicos de la tradición religiosa del Judaísmo; deben esforzarse por aprender por qué rasgos esenciales los Judíos se definen a sí mismos a la luz de su propia experiencia religiosa» (Preámbulo). Presuponiendo el testimonio de la fe de la Iglesia en Jesucristo, el documento reflexiona sobre la naturaleza específica del diálogo con el Judaísmo. El texto recuerda las raíces de la liturgia Cristiana en su matriz Judía, perfila nuevas posibilidades de acercamiento en el ámbito de la enseñanza, la educación y la instrucción, y finaliza sugiriendo una acción social conjunta.

5. Once años más tarde, el 24 de junio de 1985, la Comisión de la Santa Sede publicaba un segundo documento titulado «Notas para una correcta presentación de los Judíos y el Judaísmo en la predicación y la catequesis en la Iglesia Católica Romana«. Este documento presenta una orientación teológico-exegética más marcada. A medida que reflexiona sobre la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, delinea las raíces Judías de la fe Cristiana, explica la manera en que el Nuevo Testamento presenta a «los Judíos», destaca los puntos comunes de la liturgia sobre todo en las grandes festividades del año eclesial, y focaliza brevemente la relación del Judaísmo con el Cristianismo en la historia. Suscita también un interés especial el hecho de que este documento haga referencia al Estado de Israel; esto a la vez que reviste una importancia particular para la mayoría de los Judíos, resulta con frecuencia motivo de evaluaciones políticas divergentes. Refiriéndose a esta «tierra de los padres», el documento destaca: «Los Cristianos son animados a comprender este vínculo religioso, que hunde sus raíces en la tradición bíblica, sin por eso apropiarse una interpretación religiosa particular de esta relación. Por lo que toca a la existencia del Estado de Israel y sus opciones políticas, deben ser encaradas en una óptica que no es en sí misma religiosa, sino referida a los principios comunes del derecho internacional. La persistencia de Israel es un hecho histórico y a la vez un signo que pide ser interpretado en el plan de Dios» (VI, 1).

6. Un tercer documento de la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos se publicó el 16 de marzo de 1998. Desarrolla el tema de la Shoah bajo el título: «Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah«. Este texto presenta el juicio duro pero exacto de que el balance de los anteriores 2000 años de relación entre Judíos y Cristianos resulta lamentablemente negativo. Recuerda la actitud de los Cristianos hacia el antisemitismo del Nacionalsocialismo y afronta el deber Cristiano de recordar la catástrofe humana de la Shoah. En la carta que antecede a la declaración, el Papa Juan Pablo II expresa su esperanza de que este documento «contribuya verdaderamente a curar las heridas de las incomprensiones e injusticias del pasado. Ojalá que permita a la memoria cumplir su papel necesario en el proceso de construcción de un futuro en el que la inefable iniquidad de la Shoah no vuelva a ser nunca posible.»

7. En la serie de documentos emitida por la Santa Sede, merece una mención especial el texto publicado por la Pontificia Comisión Bíblica el 24 de mayo del 2001, que trata explícitamente el tema del diálogo Judío-Católico: «El Pueblo Judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia Cristiana«. El texto ofrece el documento exegético y teológico más significativo del diálogo Judío-Católico y denota el hallazgo de un tesoro de temas comunes, fundados en las Escrituras del Judaísmo y del Cristianismo. Considera las Sagradas Escrituras del Pueblo Judío como «componente fundamental de la Biblia Cristiana», discute los temas fundamentales de las Sagradas Escrituras del Pueblo Judío y su adopción dentro de la fe en Cristo, e ilustra con detalle la manera de presentar a los Judíos en el Nuevo Testamento.

8. Pero, por más importancia que revistan, los textos y documentos no puede reemplazar a los encuentros personales y al diálogo cara a cara. Aunque los primeros pasos del diálogo Judío-Católico iniciaron bajo el Pontificado del Papa Pablo VI, el Papa Juan Pablo II destacó en la promoción y profundidad de este diálogo, confirmándolo con gestos en favor del Pueblo Judío. Él fue el primer Papa que visitó el viejo campo de concentración de Auschwitz-Birkenau para rezar por las víctimas de la Shoah. Visitó la Sinagoga romana para expresar su solidaridad con la comunidad Judía. Y fue también huésped del Estado de Israel, dónde participó en encuentros interreligiosos, visitó a los dos Rabinos Jefes y oró ante el Muro Occidental. Una y otra vez se encontró con grupos de Judíos, tanto en el Vaticano como durante sus numerosos viajes apostólicos. Igualmente el Papa Benedicto XVI se comprometió en el diálogo Judío-Católico ya desde antes de su elección al papado, ofreciendo, en una serie de conferencias, reflexiones teológicas importantes sobre la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y entre la Sinagoga y la Iglesia. Y tras su elección, siguiendo los pasos del Papa Juan Pablo II, fomentó este diálogo de manera personal, reforzando los mismos gestos y expresando su estima por el Judaísmo con el poder de su palabra. Ya cuando era Arzobispo de Buenos Aires, el Cardenal Jorge Mario Bergoglio se comprometió también notablemente en el fomento del diálogo Judío-Católico y estableció lazos de amistad con muchos Judíos de Argentina. Y ahora como Papa continúa intensificando el diálogo con el Judaísmo, a nivel internacional, mediante numerosos encuentros amistosos. Uno de estos sus primeros encuentros lo tuvo en Israel, en mayo del 2014, donde se encontró con los dos Rabinos Jefes, visitó el Muro Occidental y oró por las víctimas de la Shoah en Yad Vashem.

9. Antes de establecerse la Comisión de la Santa Sede existían contactos y lazos con varias organizaciones Judías, tramite el antiguo Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Dado que el Judaísmo es multiforme y no constituye una unidad organizativa, la Iglesia Católica tuvo que afrontar al desafío de determinar con quién comprometerse, no siendo posible llevar diálogos bilaterales individuales e independientes con todas las agrupaciones y organizaciones Judías que habían declarado su disposición a conversar. Para resolver este problema las organizaciones Judías acogieron la sugerencia de la Iglesia Católica de establecer un solo organismo para tal diálogo. El Comité Judío Internacional para Consultas Interreligiosas (IJCIC: International Jewish Committee on Interreligious Consultations) representa el interlocutor oficial Judío ante la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos.

10. El IJCIC comenzó su trabajo en 1970, y ya un año después se organizaba en París la primera conferencia conjunta. Las conferencias, que desde entonces se han ido sucediendo de modo regular, son responsabilidad de la entidad conocida como Comité Internacional de Enlace Católico-Judío (ILC: International Catholic-Jewish Liaison Committee), y dan forma a la colaboración entre el IJCIC y la Comisión de la Santa Sede. En febrero del 2011, de nuevo en París, el ILC pudo contemplar retrospectivamente con gratitud los 40 años de diálogo institucional. Mucho se ha avanzado durante los últimos 40 años: la discrepancia anterior se ha convertido en una cooperación proficua, el anterior potencial conflictivo se ha transformado en una gestión positiva del conflicto, y la precedente coexistencia marcada por la tensión se ha reemplazado por un intercambio más vital y productivo. Los lazos amistosos forjados en el intervalo se han demostrado estables, posibilitando afrontar juntos incluso asuntos polémicos, excluyendo el peligro de perjudicar permanente el diálogo. Esto era de capital importancia, pues en las décadas pasadas nunca se había logrado un diálogo libre de tensiones. En general se puede constatar, con aprecio, que en el diálogo Judío-Católico, sobre todo a partir del nuevo milenio, se han intensificado los esfuerzos por afrontar con espíritu abierto y positivo el surgir de cualquier diferencia de opinión y conflicto, reforzando así las mutuas relaciones.

11. Junto al diálogo con el IJCIC, merece también mencionarse la conversación institucional con el Gran Rabinado de Israel, que ha de verse como un fruto del encuentro del Papa Juan Pablo II con los dos Rabinos Jefes de Jerusalén, durante su visita a Israel en marzo del 2000. La primera reunión se organizó en Jerusalén, en junio del 2002. Desde entonces las reuniones se han sucedido anualmente, teniendo lugar alternadamente en Roma y Jerusalén. Las dos delegaciones son relativamente pequeñas, lo cual facilita una discusión más personal e intensa sobre los varios asuntos, tales como la santidad de vida, el estado de la familia, la importancia de las Sagradas Escrituras para la vida social, la libertad religiosa, los fundamentos éticos de la conducta humana, el desafío ecológico, la relación entre la autoridad secular y religiosa y las cualidades esenciales del liderazgo religioso en la sociedad secular. El hecho de que los representante Católicos que intervienen en estas reuniones sean obispos y sacerdotes y los representantes Judíos sean casi exclusivamente rabinos, permite también estudiar cada tema desde su perspectiva religiosa. En este sentido, el diálogo con el Gran Rabinado de Israel ha contribuido en general a unas relaciones más abiertas entre el Judaísmo Ortodoxo y la Iglesia Católica. A cada encuentro ha seguido la publicación de una declaración conjunta, donde puntualmente se testimonia la riqueza de la herencia espiritual común al Judaísmo y al Cristianismo, que reserva tesoros valiosos todavía por desenterrar. Al repasar los más de diez años de diálogo, podemos afirmar con gratitud el florecimiento de una fuerte amistad, que establece una base sólida para el futuro.

12. El empeño de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos no puede restringirse sólo a estos dos diálogos institucionales. La Comisión busca de hecho la apertura hacia todas las corrientes del Judaísmo y el mantenimiento de contactos con todas la agrupaciones y organizaciones Judías que deseen estrechar lazos con la Santa Sede. La parte Judía demuestra un interés particular por los encuentros con el Papa, que la Comisión prepara para cada instancia. Además de los contactos directos con el Judaísmo, la Comisión de la Santa Sede se esfuerza también por crear dentro de la Iglesia Católica oportunidades de diálogo con el Judaísmo y por trabajar, conjuntamente con las Conferencias Episcopales particulares, apoyándolas localmente en la promoción del diálogo Judío-Católico. Un ejemplo positivo lo tenemos en la introducción del «Día del Judaísmo» en algunos países europeos.

13. Durante las últimas décadas tanto el «diálogo ad extra» como el «diálogo ad intra» han acrecentado la conciencia clara de que Cristianos y Judíos son irrevocablemente interdependientes, y que el diálogo mutuo, por lo que concierne a la teología, no es una cuestión optativa sino un deber. Judíos y Cristianos pueden enriquecerse recíprocamente con su amistad mutua. Separar el Cristianismo de la fe de la Alianza con Israel significaría rechazar la verdad de la intervención de Dios en la historia y comprometer la universalidad del Cristianismo que fue prometida a Abrahán. Sin sus raíces Judías la Iglesia correría el peligro de perder su anclaje soteriológico en la historia de la salvación, con el riesgo de caer al final en una Gnosis desligada de la historia. El Papa Francisco afirma que: «Si bien algunas convicciones Cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos» («Evangelii Gaudium«, 249).

2. El estatuto teológico especial del diálogo Judío-Católico

14. El diálogo con el Judaísmo asume para los Cristianos un carácter muy peculiar, dado que el Cristianismo posee raíces Judías (cf. «Evangelii Gaudium«, 247). A pesar de la división histórica y de los conflictos dolorosos surgidos de ella, la Iglesia no pierde la conciencia de su continuidad permanente con Israel. El Judaísmo no debe ser considerado simplemente a la par de otra religión; los Judíos son más bien nuestros «hermanos mayores» (Papa Juan Pablo II), nuestros «padres en la fe» (Papa Benedicto XVI). Jesús fue un Judío, que se sentía en casa siguiendo la tradición Judía de su tiempo, marcadamente formado en ese ambiente religioso (cf. «Ecclesia in Medio Oriente«, 20). Los primeros discípulos, reunidos a su alrededor, tenían el mismo patrimonio y estaban moldeados en su vida cotidiana por esa misma tradición Judía. En su relación única con su Padre celestial, Jesús pretendió sobre todas las cosas proclamar la venida del Reino de Dios. «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1:15). Dentro del Judaísmo existían muchas y muy diferentes ideas sobre cómo se realizaría el Reino de Dios; no obstante, el mensaje central de Jesús sobre el Reino de Dios concuerda con algunas concepciones Judías de su tiempo. No se puede entender las enseñanzas de Jesús o de sus discípulos sin colocarlas dentro del horizonte Judío: en el contexto de la tradición viviente de Israel. Y menos aún se podrían entender si se pensasen en contraposición a esa tradición. No pocos Judíos de su tiempo vieron en Jesús la venida de un «nuevo Moisés», el Cristo prometido (el Mesías); y sin embargo su venida provocó un drama cuyas consecuencias todavía hoy se sienten. Total y plenamente humano, un Judío de su tiempo, descendiente de Abrahán, hijo de David, formado por toda la tradición de Israel, heredero de los profetas, Jesús se presenta en continuidad con su Pueblo y con su historia. Por otra parte, a la luz de la fe Cristiana, él es Dios mismo –el Hijo– y transciende el tiempo, la historia, y toda realidad terrena. La comunidad de los que creen en él confiesa su divinidad (cf. Flp 2:6-11). En este sentido él es interpretado como apareciendo en discontinuidad con la historia que preparó su venida. Desde la perspectiva de la fe cristiana, él lleva a cumplimiento la misión y la expectativa de Israel de una manera perfecta, al mismo tiempo que las supera y las transciende de una manera escatológica. En esto consiste la diferencia fundamental entre Judaísmo y Cristianismo: en el modo de juzgar la figura de Jesús. Los Judíos pueden considerar a Jesús como perteneciente a su Pueblo, como un maestro Judío que se sintió llamado de modo particular a predicar el Reino de Dio. Que este Reino de Dios haya venido con él, como representante de Dios, sobrepasa la expectativa Judía. El conflicto entre Jesús y las autoridades Judías de su tiempo no es en última instancia cuestión de la transgresión de esta o de aquella norma de la Ley, sino de la pretensión de Jesús de estar actuando con autoridad divina. Por ello la figura de Jesús es y permanece para los Judíos «la piedra de tropiezo», el punto central del diálogo Judío-Católico. Desde una perspectiva teológica, los Cristianos necesitan para su propia autocomprensión referirse al Judaísmo de los tiempos de Jesús y también, hasta un cierto grado, al Judaísmo que se desarrolló a partir de aquél a través de los tiempos. De cualquier modo, dados los orígenes Judíos de Jesús, resulta indispensable para los Cristianos concertarse con el Judaísmo. Independientemente de la influencia mutua que, a lo largo del tiempo, haya tenido la historia de la relación entre el Judaísmo y el Cristianismo.

15. Sólo por analogía, el diálogo entre Judíos y Cristianos puede calificarse como un «diálogo interreligioso», es decir, un diálogo entre dos religiones intrínsecamente separadas y diferentes. No es el caso de dos religiones, fundamentalmente diversas, que se confrontan entre sí, después de haberse desarrollado independientemente una de otra, sin influencia mutua. La tierra nutricia de ambos, Judíos y Cristianos, es el Judaísmo del tiempo de Jesús. Éste no sólo originó al Cristianismo, sino también, tras la destrucción del Templo en el año 70, al Judaísmo rabínico post-bíblico, que desde entonces tuvo que sobrevivir sin el culto sacrificial, dependiendo exclusivamente para su desarrollo ulterior de la oración y la interpretación de la revelación divina tanto escrita como oral. Así Judíos y Cristianos tienen una misma madre y pueden ser considerados como si fueran dos hermanos que –como suele acontecer normalmente entre hermanos– se han desarrollado siguiendo direcciones diferentes. Las Escrituras del antiguo Israel constituyen una parte integral de las Escrituras del Judaísmo y del Cristianismo, entendidas por ambos como la palabra de Dios, la revelación, y la historia de la salvación. Los primeros Cristianos eran Judíos, que normalmente se reunían como parte de la comunidad en la Sinagoga, observaban las leyes sobre los alimentos, el Sábado, y el requisito de la circuncisión, mientras que al mismo tiempo confesaban a Jesús como el Cristo y Mesías enviado por Dios para la salvación de Israel y de toda la raza humana. Con Pablo «el movimiento Judío de Jesús» descubre definitivamente otros horizontes y transciende sus orígenes puramente Judíos. Gradualmente prevalece su concepción de que un no-Judío no tiene que convertirse primero en un Judío para confesar a Cristo. Consecuentemente, en los primeros años de la Iglesia existían los así llamados Cristianos Judíos y los Cristianos Gentiles, la Ecclesia ex circumcisione y la Ecclesia ex gentibus, una Iglesia originada del Judaísmo y otra de los Gentiles, las cuales juntas constituían la una y sola Iglesia de Jesucristo.

16. La separación de la Iglesia de la Sinagoga no aconteció bruscamente, incluso según algunas opiniones recientes, solo llegó a terminar cumplidamente hacia el siglo tercero o cuarto. Esto significa que muchos Cristianos del primer periodo no veían ninguna contradicción entre vivir de acuerdo con algunos aspectos de la tradición Judía y confesar a Jesús como Cristo. Sólo cuando el número de Cristianos Gentiles representó la mayoría, y las polémicas sobre la figura de Jesús se agudizaron en la comunidad Judía, la separación definitiva pareció inevitable. Con el tiempo los dos hermanos, Cristianismo y Judaísmo, crecieron cada vez más separados, llegando a ser hostiles e incluso a difamarse mutuamente. Para los Cristianos, los Judíos venían descritos a menudo como condenados por Dios y como ciegos, debido a su incapacidad de reconocer en Jesús al Mesías portador de salvación. Para los Judíos, los Cristianos eran considerados a menudo como herejes que no querían seguir más el camino trazado originariamente por Dios, prefiriendo seguir su propio camino. No es sin motivo que ya en los Hechos de los Apóstoles el Cristianismo se denomina «el camino» (cf. Hch 9:2; 19:9,23; 24:14,22) en contraste con la Halacha Judía que determinaba la interpretación de la Ley para la conducta práctica. Con el tiempo el Judaísmo y el Cristianismo se distanciaron cada vez más, llegando incluso a enredarse en conflictos crueles, acusándose mutuamente de haber abandonado el camino prescrito por Dios.

17. Por parte de muchos Padres de la Iglesia la así llamada teoría del reemplazo o sustitucionismo ganó un favor tan consistente, que en la Edad Media llegó incluso a representar la fundamentación teológica normal para la relación con el Judaísmo: las promesas y compromisos de Dios no se aplicarían más a Israel, porque no había reconocido a Jesús como el Mesías e Hijo de Dios, sino que se habrían transferido a la Iglesia de Jesucristo, que era ahora el verdadero «nuevo Israel», el nuevo Pueblo elegido por Dios. No obstante ser originarios de una misma tierra, el Judaísmo y el Cristianismo, una vez separados, quedaron envueltos durante varios siglos en un antagonismo teológico que sólo llegó a disolverse en el Concilio Vaticano II. Con su Declaración «Nostra Aetate» (Nº.4), la Iglesia profesa inequívocamente y dentro de un nuevo marco teológico, las raíces Judías del Cristianismo. Mientras afirma la salvación por medio de una fe explícita o incluso implícita en Cristo, la Iglesia no cuestiona el amor continuo de Dios por el pueblo escogido de Israel. Una teología del reemplazo o de la sustitución, que opone entre sí, como dos entidades separadas, la Iglesia de los Gentiles y la Sinagoga rechazada que es sustituida, carece de fundamento. Desde una relación originalmente íntima entre Judaísmo y Cristianismo, se desarrolló un estado permanente de tensión, que ha venido transformándose gradualmente tras el Concilio Vaticano II en una relación de diálogo constructivo.

18. Frecuentemente ha habido intentos de fundamentar esta teoría del reemplazo en la Epístola a los Hebreos. Ahora bien, esta Epístola no va dirigida a los Judíos, sino más bien a los Cristianos de proveniencia Judía que han llegado a sentirse agobiados e inciertos. Su propósito es fortalecer su fe y animarlos a perseverar, proponiéndoles a Jesucristo como el verdadero y definitivo sumo sacerdote, el mediador de la Nueva Alianza. Es necesario captar este contexto para entender el contraste que propone la Epístola entre una primera Alianza puramente terrenal y una segunda Alianza mejorada (cf. Hb 8:7) y nueva (cf. 9:15, 12:24). La primera Alianza se define como anticuada, caduca y condenada a perecer (cf. 8:13), mientras que la segunda Alianza se define como eterna (cf. 13:20). Para establecer los fundamentos de este contraste, la Epístola se refiere a la promesa de una Nueva Alianza en el Libro del Profeta Jeremías 31:31-34 (cf. Hb 8:8-12). Esto muestra que la Epístola a los Hebreos no tiene ninguna intención de demostrar que las promesas del Antiguo Testamento son falsas, sino al contrario las considera como válidas. Piensa que la referencia a las promesas del Antiguo Testamento ayudará a los Cristianos a darles la seguridad de su salvación en Cristo. El argumento que preocupa a la Epístola a los Hebreos no es pues el contraste entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, tal como nosotros hoy lo entendemos, ni el contraste entre la Iglesia y el Judaísmo. Más bien el contraste atañe al sacerdocio celestial y eterno de Cristo, confrontado a un sacerdocio terrenal y transitorio. El tema fundamental de la Epístola a los Hebreos frente a la nueva situación es una interpretación Cristológica del Nuevo Testamento. Precisamente por esta razón, «Nostra Aetate» (Nº.4) no hace referencia a la Epístola a los Hebreos, sino a las reflexiones de San Pablo en su Carta a los Romanos 9-11.

19. A un observador externo, podría causarle la impresión de que el texto de la Declaración Conciliar «Nostra Aetate» trata las relaciones de la Iglesia Católica con todas las religiones mundiales según un módulo de relación paritaria, pero la historia de su desarrollo y el texto mismo apuntan en una dirección diferente. Originalmente el Papa Juan XXIII propuso que el Concilio promulgase un Tractatus de Iudaeis, pero al final se tomó la decisión de considerar todas las religiones mundiales incluidas en «Nostra Aetate«. Sin embargo, el artículo cuarto de esta Declaración Conciliar, que desarrolla una nueva relación teológica con el Judaísmo, y constituye en cierto modo el corazón del documento, consiente también la relación de la Iglesia Católica con otras religiones. La relación con el Judaísmo puede considerarse en ese sentido como el catalizador para determinar la relación con las otras religiones mundiales.

20. Desde la perspectiva teológica, el diálogo con el Judaísmo tiene un carácter completamente diferente y, comparado con las otras religiones mundiales, supone un nivel distinto. La fe de los Judíos testimoniada en la Biblia, que se encuentra en el Antiguo Testamento, no es para los Cristianos otra religión, sino el fundamento de su propia fe, aunque claramente la figura de Jesús constituya la única clave para la interpretación Cristiana de las Escrituras del Antiguo Testamento. La piedra angular de la fe Cristiana es Jesús (cf. Hch 4:11; 1 P 2:4-8). De todos modos, el diálogo con el Judaísmo ocupa para los Cristianos una posición única; el Cristianismo, desde sus raíces, está conectado con el Judaísmo como con ninguna otra religión. Por consiguiente el diálogo Judío-Cristiano sólo con reservas puede calificarse como «diálogo interreligioso», en el sentido estricto de la expresión; se podría hablar sin embargo de un tipo de diálogo sui generis «intra-religioso» o «intra-familiar». En su discurso en la Sinagoga romana del 13 de abril de 1986, el Papa Juan Pablo II expresaba esta situación con las siguientes palabras: «La religión Judía no nos es ‘extrínseca’, sino que en cierto modo, es ‘intrínseca’ a nuestra religión. Por tanto tenemos con ella relaciones que no tenemos con ninguna otra religión. Sois nuestros hermanos predilectos y en cierto modo se podría decir nuestros hermanos mayores» (n.4).

3. La revelación en la historia como «Palabra de Dios» en el Judaísmo y en el Cristianismo

21. En el Antiguo Testamento encontramos el programa del plan salvífico de Dios trazado para su Pueblo (cf. «Dei verbum«, 14). Este plan de salvación está expresado de un modo iluminador al principio de la historia bíblica en la llamada a Abrahán (Gn 12ss). Para revelarse a sí mismo y hablar a la humanidad, redimiéndola del pecado y congregándola en un solo pueblo, Dios empezó eligiendo al Pueblo de Israel a través de Abrahán y separando a este Pueblo. Dios se reveló a este Pueblo gradualmente a través de sus enviados, los profetas, como el Dios verdadero, el único Dios, el Dios viviente, el Dios redentor. Esta elección divina configuró al Pueblo de Israel. Sólo después de la primera gran intervención del Dios redentor, la liberación de la esclavitud de Egipto (cf. Ex 13:17ss), y del establecimiento de la Alianza en el Sinaí (Ex 19ss), hizo que las doce tribus formasen de verdad una nación con la conciencia de ser el Pueblo de Dios, los portadores de su mensaje y sus promesas, testigos de su favor misericordioso en medio a las naciones y también para las naciones (cf. Is 26:1-9; 54; 60; 62). Para instruir a su Pueblo sobre cómo cumplir su misión y trasmitir la revelación a él confiada, Dios otorgó a Israel la Ley, que le mostraba cómo tenía que vivir (cf. Ex 20; Dt 5) y lo distinguía de los otros pueblos.

22. Al igual que la misma Iglesia en nuestros días, también Israel lleva el tesoro de su elección en vasos frágiles. La relación de Israel con su Señor constituye la historia de su fidelidad y de su infidelidad. Para cumplir su designio de salvación, a pesar de la pequeñez y debilidad de los instrumentos elegidos, Dios manifestó su misericordia, la gratuidad de sus dones y una fidelidad a sus promesas, que ninguna infidelidad humana puede anular (cf. Rm 3:3). En cada etapa de su Pueblo a lo largo del camino, Dios preservó al menos un «pequeño número» (cf. Dt 4:27), un «resto» (cf. Is 1:9; Za 3:12; cf. también Is 6:13; 17:5-6), un puñado del creyentes que «no dobló su rodilla ante Baal» (cf. 1 R 19:18). Mediante esta porción Dios fue cumpliendo su plan de salvación. Su Pueblo elegido constituye incesantemente el objeto de su elección y su amor, y a través de él – como objetivo último -, reúne y reconduce hacia sí a toda la humanidad.

23. La Iglesia es llamada el Nuevo Pueblo de Dios (cf. «Nostra Aetate«, Nº.4), lo cual no significa que el Pueblo de Dios de Israel ha dejado de existir. La Iglesia «fue preparada admirablemente en la historia del Pueblo de Israel y en la Antigua Alianza» («Lumen gentium«, 2). La Iglesia no reemplaza al Pueblo de Dios de Israel, aunque como comunidad fundada sobre Cristo representa en él el cumplimiento de las promesas hechas a Israel. Esto no significa que Israel, al no haber alcanzado ese cumplimiento, no puede considerarse ya por más tiempo Pueblo de Dios.

«Aunque la Iglesia es el Nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los Judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras» («Nostra Aetate«, Nº.4).

24. Dios se reveló a sí mismo por su Palabra, para que la humanidad pueda entenderla en las situaciones históricas reales. Esta Palabra invita a todos los pueblos a responder. Cuando sus respuestas van de acuerdo con la palabra de Dios, mantienen una relación correcta con El. Para los Judíos esta Palabra puede aprenderse mediante la Torá y las tradiciones basadas en ella. La Torá es la instrucción para una vida feliz en relación correcta con Dios. Quien cumple la Torá tiene vida en plenitud (cf. Pirqe Avot II, 8). Observando la Torá el Judío recibe una participación en la comunión con Dios. A este propósito declaraba el Papa Francisco: «Las confesiones Cristianas encuentran su unidad en Cristo; el Judaísmo encuentra su unidad en la Torá. Los Cristianos creen que Jesucristo es la Palabra de Dios hecha carne en el mundo; para los Judíos la Palabra de Dios está presente sobre todo en la Torá. Ambas tradiciones de fe tienen como fundamento al Dios único, al Dios de la Alianza, que se revela a los hombres a través de su Palabra. En la búsqueda de una actitud justa hacia Dios, los Cristianos se dirigen a Cristo como fuente de vida nueva, los Judíos a la enseñanza de la Torá.» (Discurso a los miembros del Consejo Internacional de Cristianos y Judíos, 30 junio de 2015).

25. El Judaísmo y la fe Cristiana, como aparecen en el Nuevo Testamento, son dos caminos por los que el Pueblo de Dios puede apropiarse las Sagradas Escrituras de Israel. Consecuentemente, la Escritura, que los Cristianos llaman el Antiguo Testamento, se abre a ambos caminos. Una respuesta a la palabra de Dios expresada soteriológicamente, que vaya de acuerdo con una u otra tradición, puede por lo mismo franquear el acceso a Dios, quedando siempre en el poder de su consejo salvífico determinar, para cada caso, en qué manera piensa salvar a la humanidad. Las Escrituras testimonian la universalidad de su voluntad salvífica (cf. eg. Gn 12:1-3; Is 2:2-5; 1 Tm 2:4). Por consiguiente no existen dos caminos de salvación conforme a la expresión: «los Judíos sostienen al Torá, los Cristianos sostienen a Cristo». La fe Cristiana proclama que la obra salvífica de Cristo es universal y abraza a toda la humanidad. La palabra de Dios es una sola e indivisa realidad, que reviste formas concretas en relación a cada contexto histórico.

26. En este sentido, los Cristianos afirman que Jesucristo puede ser considerado como «la Torá viviente de Dios». Torá y Cristo son la Palabra de Dios, su revelación para nosotros los hombres como testimonio de su amor ilimitado. Para los Cristianos, la pre-existencia de Cristo como la Palabra e Hijo del Padre es una doctrina fundamental; y asimismo, según la tradición rabínica, la Torá y el nombre del Mesías existen ya antes de la creación (cf. Génesis Rabbah 1,1). Más aún, según el pensamiento Judío, Dios mismo interpreta la Torá en el Eschaton; mientras que, según el pensamiento Cristiano, al final todas las cosas se recapitulan en Cristo (cf. Ef 1:10; Col 1:20). El Evangelio de Mateo propone a Cristo como el «nuevo Moisés». Mateo 5:17-19 presenta a Jesús como el intérprete autorizado y auténtico de la Torá (cf. Lc 24:27, 45-47). En la literatura rabínica, sin embargo, encontramos la identificación de la Torá con Moisés. Contra esta perspectiva, decimos que Cristo en cuanto «nuevo Moisés» puede conectarse con la Torá. Al final, pensada así, la Torá y Cristo representan el camino de salvación, ya que ambos se enraízan y expresan la Palabra de Dios. Torá y Cristo son el lugar de la presencia de Dios en el mundo, tal como esta presencia se celebra en el culto de las respectivas comunidades. El dabar Hebreo significa al mismo tiempo palabra y evento – lo cual permite inducir que la palabra de la Torá puede estar abierta al evento de Cristo.

4. La relación entre Antiguo y Nuevo Testamento, Antigua y Nueva Alianza

27. La alianza que Dios dispuso con Israel es irrevocable. «No es Dios un hombre, para mentir, ni hijo de hombre, para volverse atrás» (Nm 23:19; el cf. 2 Tm 2:13). La permanente fidelidad electiva de Dios, expresada en las primeras alianzas, nunca se retracta (cf. Rm 9:4; 11:1-2). La Nueva Alianza no reniega las alianzas primitivas, más bien las lleva a cumplimiento. A través del evento de Cristo los Cristianos han entendido que todo cuanto sucedió antiguamente ha de ser interpretado de nuevo. Para los Cristianos la Nueva Alianza ha adquirido un carácter propio, aunque la orientación de ambas consista en una única relación con Dios (cf. por ejemplo, la fórmula de la Alianza en Lv 26:12, «Yo seré para vosotros Dios, y vosotros seréis para mí un Pueblo»). Para los Cristianos, la Nueva Alianza en Cristo es el punto culminante de las promesas de salvación de la Antigua Alianza, a tal grado que nunca resulta independiente de ella. La Nueva Alianza radica y se basa sobre la Antigua, porque en definitiva es el Dios de Israel quien culmina la Antigua Alianza con el pueblo de Israel y habilita la Nueva Alianza en Jesucristo. Jesús vive durante el período de la Antigua Alianza, pero con su obra de salvación en la Nueva Alianza confirma y perfecciona las dimensiones de la Antigua. En consecuencia, el término Alianza significa una relación con Dios que se realiza de diferentes maneras para los Judíos y los Cristianos. La Nueva Alianza nunca puede reemplazar a la Antigua, sino que la presupone y le confiere una nueva dimensión de significado, en cuanto que refuerza la naturaleza personal de Dios como fue revelada en la Antigua Alianza y la establece como abierta para todos los que responden a ella fielmente de todas las naciones (cf. Za 8:20-23; Sal 87).

28. La unidad y diferencia entre Judaísmo y Cristianismo aparece ante todo en los testimonios de la revelación divina. La presencia del Antiguo Testamento como parte integrante de la única Biblia Cristiana, induce un sentido profundamente arraigado de parentesco intrínseco entre Judaísmo y Cristianismo. Las raíces del Cristianismo se hunden en el Antiguo Testamento, y el Cristianismo se alimenta constantemente a partir de esas raíces. No obstante, el Cristianismo está fundado sobre la persona de Jesús de Nazaret, reconocido como el Mesías prometido al Pueblo Judío, y como el Hijo unigénito de Dios, que se nos comunica a través del Espíritu Santo, tras su muerte en la cruz y su resurrección. La existencia del Nuevo Testamento, suscitó muy pronto y de modo natural la pregunta sobre la mutua relación entre los dos Testamentos. Por ejemplo: si las Escrituras del Nuevo Testamento no habrían reemplazado y anulado las Antiguas Escrituras. Esta posición la sostuvo Marción en el siglo segundo, al afirmar que el Nuevo Testamento había vuelto obsoleto el libro de las promesas del Antiguo Testamento, destinándolo a desvanecerse ante la luz del Nuevo, como se desvanece la luz de la luna cuando el sol ha surgido. Esta antítesis violenta entre la Biblia Hebrea y la Cristiana nunca se convirtió en doctrina oficial de la Iglesia Cristiana. Al excluir a Marción de la comunidad Cristiana en el año 144, la Iglesia rechazó su concepto de una Biblia puramente «Cristiana», expurgada de todos los elementos del Antiguo Testamento, testimoniando su fe en el uno y sólo Dios, autor de ambos Testamentos, y sosteniendo así la unidad de ambos Testamentos, la «concordia testamentorum «.

29. Ciertamente esto representa sólo una cara de la relación entre los dos Testamentos. El patrimonio común del Antiguo Testamento no sólo formó la base principal del parentesco espiritual entre Judíos y Cristianos, sino que también comportó una tensión de base en la relación de las dos comunidades de fe. Esto se demuestra por el hecho de que los Cristianos leyeron el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo, en la convicción expresada por San Agustín con la fórmula indeleble: «En el Antiguo Testamento se esconde el Nuevo y en el Nuevo se revela el Antiguo» (Quaestiones in Heptateuchum 2, 73). El Papa San Gregorio el Grande también se expresó en el mismo sentido cuando definió al Antiguo Testamento como «la profecía del Nuevo» y a éste último como «la mejor exposición del Antiguo» (Homiliae in Ezechielem I, VI, 15; cf. «Dei verbum«, 16).

30. La exégesis Cristológica puede causar fácilmente la impresión de que los Cristianos consideran al Nuevo Testamento no sólo como el cumplimiento del Antiguo sino además como su sustituto. Que esta impresión no puede ser correcta es ya evidente por el hecho de que el mismo Judaísmo se vio también compelido a adoptar una nueva lectura de la Escritura, tras la catástrofe de la destrucción del Segundo Templo en el año 70. Dado que los Saduceos ligados al Templo no sobrevivieron al desastre, los rabinos, siguiendo los pasos de los Fariseos, que ya habían desarrollado su modo particular de leer e interpretar la Escritura, se vieron ahora obligados a hacerlo sin contar con el Templo como centro de la devoción religiosa Judía.

31. Como consecuencia surgieron dos respuestas a esta situación, o más precisamente, dos nuevas maneras de leer la Escritura: la exégesis Cristológica de los Cristianos y la exégesis Rabínica de esta forma de Judaísmo que se desarrolló en la historia. Dado que cada modo supuso una nueva interpretación de la Escritura, la nueva pregunta crucial consiste en saber cómo ambos modos se relacionan entre sí. Y dado que la Iglesia Cristiana y el Judaísmo Rabínico post-bíblico se desarrollaron no solo en paralelo, sino también en un marco de oposición e ignorancia reciprocas, la pregunta no puede responderse exclusivamente desde el Nuevo Testamento. Tras siglos de mutua contraposición, era deber del diálogo Judío-Católico involucrar en el diálogo estas dos nuevas maneras de leer las Escrituras Bíblicas, con el fin de percibir su «rica complementación» allí donde existe y «ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra de Dios» («Evangelii Gaudium«, 249). Por ello, el documento de la Comisión Bíblica Pontificia «El Pueblo Judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia Cristiana» del 2001, afirmaba: «los Cristianos pueden y deben admitir que la lectura Judía de la Biblia es una lectura posible, en continuidad con las Sagradas Escrituras Judías de la época del segundo Templo, una lectura análoga a la lectura Cristiana, que se desarrolla paralelamente». Y sacaba la conclusión: «Cada una de esas dos lecturas es coherente con la visión de fe respectiva, de la que es producto y expresión. Son, por tanto, mutuamente irreductibles» (Nº. 22).

32. Ya que cada una de las dos lecturas tiene como fin entender debidamente la Voluntad y la Palabra de Dios, resulta evidente la importancia que tiene ser conscientes de que la fe Cristiana está arraigada en la fe de Abrahán. Esto suscita la cuestión ulterior de cómo la Antigua y la Nueva Alianza se relacionan entre sí. Para la fe Cristiana es axiomático que sólo puede haber una única historia de la Alianza de Dios con la humanidad. La alianza con Abrahán, simbolizada por la circuncisión (cf. Gn 17), y la Alianza con Moisés, limitada a la obediencia de Israel a la Ley (cf. Ex 19:5; 24:7-8) y más en particular a la observancia del Sábado (el cf. Ex 31:16-17), habían tenido una apertura mayor en la Alianza con Noé, simbolizada por el arco iris (cf. «Verbum Domini«, 117), hecha con toda la creación (cf. Gn 9:9ss). Por medio de los profetas Dios a su vez promete una Nueva Alianza (cf. Is 55:3; 61:8; Jr 31:31-34; Ez 36:22-28). Cada una de estas Alianzas incorpora la Alianza anterior y la interpreta de un modo nuevo. Esto es también verdad para la Nueva Alianza, que los Cristianos consideran como Alianza eterna y final, y por lo mismo como la interpretación definitiva de lo prometido por los profetas de la Antigua Alianza, según la expresión de San Pablo: el «Sí» y el «Amén» de «todo cuanto Dios ha prometido» (2 Co 1:20). La Iglesia como Pueblo renovado de Dios, ha sido elegida por Dios sin condiciones. La Iglesia es el lugar definitivo e insuperable de la acción salvífica de Dios. Sin embargo, esto no significa que Israel, como Pueblo de Dios, ha sido repudiado o ha perdido su misión (cf. «Nostra Aetate«, Nº.4). Por tanto, para los Cristianos, la Nueva Alianza no representa ni la anulación, ni el reemplazo, sino la plenitud de las promesas de la Antigua Alianza .

33. Para el diálogo Judío-Cristiano, la Alianza de Dios con Abrahán aparece en primer lugar constitutiva, ya que él no es sólo el padre de Israel sino también el padre de la fe de los Cristianos. En esta comunidad de la Alianza, los Cristianos han de comprender con claridad que la Alianza de Dios con Israel nunca se ha revocado, sino que permanece válida en base a la fidelidad inagotable de Dios hacia su Pueblo, y que por consiguiente la Nueva Alianza en la que creen lo Cristianos, sólo puede entenderse como la confirmación y el cumplimiento de la Antigua. Por lo mismo, los Cristianos están asimismo convencidos de que a través de la Nueva Alianza la Alianza con Abrahán ha alcanzado para todas las naciones aquella universalidad originariamente pretendida en la llamada de Abrán (cf. Gn 12:1-3). Esta referencia a la Alianza con Abrahán es tan esencialmente constitutiva de la fe Cristiana que la Iglesia sin Israel estaría en peligro de perder su lugar en la historia de la salvación. De la misma manera, los Judíos podrían con respecto a la Alianza Abrahánica llegar a intuir que Israel sin la Iglesia estaría en peligro de quedar aislado, privándose de captar la universalidad de su experiencia de Dios. En este sentido fundamental, Israel y la Iglesia permanecen vinculados uno con otro, en función de la Alianza, y son interdependientes.

34. Que sólo puede existir una historia de la Alianza de Dios con la humanidad, y que por consiguiente Israel es el Pueblo elegido y amado por Dios con una Alianza nunca rechazada ni revocada (cf. Rm 9:4; 11:29), es la convicción que aparece en el apasionado alegato del Apóstol Pablo sobre el doble hecho de que, si bien la Antigua Alianza de Dios continúa vigente, Israel no ha acogido la Nueva Alianza. Para hacer justicia a estas dos realidades Pablo acuñó la imagen expresiva de la raíz de Israel dentro de la cual se injerta las ramas salvajes de los Gentiles (cf. Rm 11:16-21). Se podría decir que Jesucristo lleva en sí mismo la raíz viva «del árbol verde del olivo» e incluso, en un significado todavía más profundo, que la promesa entera tiene su raíz en él (cf. Jn 8:58). Esta imagen representa para Pablo la clave principal para pensar la relación entre Israel y la Iglesia a la luz de la fe. Con esta imagen Pablo expresa la dualidad de la unidad y divergencia entre Israel y la Iglesia. Por un lado, la imagen enseña que las ramas salvajes injertadas no formaban parte originaria de la planta. Su inserción representa una nueva realidad y una nueva dimensión de la obra salvífica de Dios, de forma que la Iglesia Cristiana no puede pensarse sólo como una rama o un fruto de Israel (cf. Mt 8:10-13). Por otro lado, la imagen demuestra también que la Iglesia saca su alimento y su fuerza de la raíz de Israel, y que las ramas injertadas se marchitarían e incluso morirían si se separasen de la raíz de Israel (cf. «Ecclesia in Medio Oriente«, 21).

5. La universalidad de la salvación en Jesucristo y la Alianza irrevocable di Dios con Israel

35. Puesto que Dios jamás ha revocado su alianza con el Pueblo de Israel, no puede haber caminos o acercamientos diferentes a la salvación de Dios. La teoría de que puede haber dos caminos diferentes de salvación, el camino Judío sin Cristo y el camino con Cristo, que los Cristianos creen identificarse con Jesús de Nazaret, pondría de hecho en peligro los fundamentos de la fe Cristiana. La confesión de la mediación universal y por consiguiente también exclusiva de la salvación por medio de Jesucristo pertenece al núcleo de la fe Cristiana, como pertenece también la confesión del Dios uno, el Dios de Israel, que a través de su revelación en Jesucristo se ha manifestado totalmente como el Dios de todos los pueblos, de tal modo que en él se ha cumplido la promesa de que todas las naciones orarán al Dios de Israel como al único Dios (cf. Is 56:1-8). El documento «Notas para una correcta presentación de los Judíos y el Judaísmo en la predicación y la catequesis en la Iglesia Católica Romana«, publicado por la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con los Judíos en 1985, mantenía consecuentemente que la Iglesia y el Judaísmo no pueden representarse como «dos vías paralelas de salvación», sino que «la Iglesia debe dar testimonio de Cristo como redentor de todos» (Nº.I, 7). La fe Cristiana confiesa que Dios quiere llevar todos los pueblos a la salvación, que Jesucristo es el mediador universal de la salvación, y que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4:12).

36. Sin embargo, de la confesión Cristiana, de que sólo puede haber un camino de salvación, no se sigue en forma alguna que los Judíos queden excluidos de la salvación de Dios porque no creen en Jesucristo como Mesías de Israel e Hijo de Dios. Esta pretensión no encontraría apoyo en la concepción soteriológica de San Pablo, el cual en la Carta a los Romanos no sólo expresa su convicción de que no puede haber ningún hiato en la historia de la salvación, sino de que la salvación viene de los Judíos (cf. también Jn 4:22). Dios confió a Israel una misión única, y Él no lleva a cumplimiento su plan misterioso de salvación para todas las gentes (cf. 1 Tim 2:4) sin incluir en él a su «hijo primogénito» (Ex 4:22). Por ello es evidente que Pablo en la Carta a los Romanos deniega definitivamente la pregunta que él mismo ha propuesto, sobre si Dios ha repudiado a su propio Pueblo. Así como afirma decididamente: «Que los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rm 11:29). Que los Judíos son participes de la salvación de Dios es teológicamente incuestionable; pero cómo pueda ser esto posible sin confesar a Cristo explícitamente, es y seguirá siendo un misterio divino insondable. No es por consiguiente accidental el hecho de que las reflexiones soteriológicas de Pablo, en Romanos 9-11, sobre la redención irrevocable de Israel frente al trasfondo del misterio de Cristo, culminen en una magnífica doxología: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!» (Rm 11:33). Bernardo de Claraval (De Cons. III/I,3) dice que para los Judíos «ha sido fijado en el tiempo un punto determinado que no puede anticiparse».

37. Otro tema de reflexión para los Católicos debe seguir siendo la pregunta teológica, muy compleja, de cómo la creencia Cristiana en el alcance salvífico universal de Jesucristo puede combinarse de una manera coherente con la declaración de fe, igualmente clara, de que la Alianza de Dios con Israel nunca ha sido revocada. Es creencia de la Iglesia que Cristo es Salvador para todos. Por consiguiente, no puede haber dos caminos de salvación, ya que Cristo, además de los Gentiles, es también el Redentor de los Judíos. Aquí afrontamos el misterio de la obra de Dios, no la cuestión del esfuerzo misionero por convertir a los Judíos, sino más bien la expectativa de que el Señor provocará la hora en que todos lleguemos a estar unidos, «en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y ‘le servirán como un solo hombre’» («Nostra Aetate«, Nº.4).

38. La Declaración del Concilio Vaticano II sobre el Judaísmo, es decir el artículo cuarto de «Nostra Aetate«, referente a la universalidad de la salvación en Jesucristo y a la Alianza irrevocable de Dios con Israel, está enmarcada en un contexto señaladamente teológico. Lo cual no significa que el texto haya resuelto todas las cuestiones teológicas sobre la relación entre el Cristianismo y el Judaísmo. Estas cuestiones, introducidas en la Declaración, requieren una reflexión teológica más profunda. Ciertamente existían ya antes textos magisteriales que focalizaban el tema del Judaísmo, pero «Nostra Aetate» (Nº.4) proporciona la primera panorámica teológica sobre la relación de la Iglesia Católica con los Judíos.

39. Debido a un tal despliegue teológico, el texto Conciliar frecuentemente se sobre-interpreta, y se leen en él cosas que de hecho no contiene. Un ejemplo relevante de sobre-interpretación sería el siguiente: que la Alianza que Dios hizo con su Pueblo Israel perdura y nunca se ha invalidado. Aunque esta afirmación sea verdadera, no puede leerse explícitamente en «Nostra Aetate» (Nº.4). Esta declaración la hizo en cambio por primera vez con total claridad el Papa Juan Pablo II, cuando durante una reunión con los representantes Judíos en Maguncia el 17 de Noviembre de 1980, dijo que la Antigua Alianza nunca ha sido revocada por Dios: «La primera dimensión de este diálogo, esto es, el encuentro entre el pueblo de Dios de la Antigua Alianza, que nunca fue rechazada por Dios… y el de la Nueva, es asimismo un diálogo interior a la Iglesia misma, como si fuera entre la primera y segunda parte de nuestra Biblia» (Nº.3). Esta misma convicción la declara también el Catecismo de la Iglesia en 1993: «La Antigua Alianza no ha sido revocada» (121).

6. El mandato de la Iglesia de evangelizar en relación al Judaísmo

40 Es fácil entender que la así llamada «misión a los Judíos», es para los Judíos una cuestión muy delicada y sensible, porque a sus ojos lleva implicada la existencia misma del Pueblo Judío. Esta cuestión se demuestra también ardua para los Cristianos, pues a sus ojos el significado de la universalidad salvífica de Jesucristo, y por consiguiente la misión universal de la Iglesia, tienen una importancia crucial. La Iglesia se ve así obligada a considerar la evangelización en relación a los Judíos, que creen en un sólo Dios, con unos parámetros diferentes a los que adopta para el trato con las gentes de otras religiones y concepciones del mundo. En la práctica esto significa que la Iglesia Católica no actúa ni sostiene ninguna misión institucional específica dirigida a los Judíos. Pero, aunque se rechace en principio una misión institucional hacia los Judíos, los Cristianos están llamados a dar testimonio de su fe en Jesucristo también a los Judíos, aunque deben hacerlo de un modo humilde y cuidadoso, reconociendo que los Judíos son también portadores de la Palabra de Dios, y teniendo en cuenta especialmente la gran tragedia de la Shoah.

41. El concepto de misión debe presentarse correctamente en el diálogo entre Judíos y Cristianos. La misión Cristiana se origina en el envío de Jesús por el Padre. Él a su vez participa a sus discípulos su vocación en relación con el Pueblo de Dios de Israel (cf. Mt 10:6) y luego, como Señor resucitado, en relación con todas las naciones (cf. Mt 28:19). Así el Pueblo de Dios alcanza una nueva dimensión a través de Jesús, el cual llama a formar su Iglesia a entrambos, Judíos y Gentiles (cf. Ef 2:11-22), sobre la base de la fe en Cristo y por medio del bautismo que los incorpora a su Cuerpo que es la Iglesia («Lumen gentium«, 14).

42. La misión y el testimonio Cristiano, en la vida personal y en la proclamación, van juntos. El principio, que Jesús da a sus discípulos cuando les envía, es soportar la violencia en vez de infligir violencia. Los Cristianos deben poner su confianza en Dios que lleva a cabo su plan universal de salvación por caminos que sólo él conoce; ellos son sólo testigos de Cristo, sin ser ellos mismos quienes llevan a cabo la salvación de la humanidad. El celo por «la casa del Señor» y la seguridad confiada en las acciones victoriosas de Dios caminan juntos. La misión Cristiana significa que todos los Cristianos, en comunión con la Iglesia, confiesan y proclaman la realización histórica de la voluntad universal de Dios de la salvación en Jesucristo (cf. «Ad gentes«, 7). Ellos experimentan su presencia sacramental en la liturgia y lo hacen tangible en su servicio a los demás, sobre todo a los más necesitados.

43. Es y sigue siendo una definición cualitativa de la Iglesia de la Nueva Alianza el hecho de estar formada por Judíos y Gentiles, aun cuando las proporciones cuantitativas de Judíos y Cristianos pudiera causar inicialmente una impresión diferente. Así como, tras la muerte y resurrección de Jesucristo, no existieron dos Alianzas desconectadas, tampoco el Pueblo de la Alianza de Israel existe desconectado «del Pueblo surgido de los Gentiles». Más bien, el papel permanente del Pueblo de la Alianza de Israel, dentro del plan salvífico de Dios, consiste en relacionarse dinámicamente «al Pueblo de Dios de los Judíos y Gentiles, uniéndolo en Cristo», al que la Iglesia confiesa como mediador universal de la creación y de la salvación. En el contexto de la voluntad universal de salvación por parte de Dios, todos los Pueblos, que todavía no han recibido el Evangelio, están orientados hacia el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza. «En primer lugar aquel Pueblo que recibió los testamentos y las promesas y del que Cristo nació según la carne (cf. Rm 9:4-5). Por causa de los padres es un Pueblo amadísimo en razón de la elección. Pues Dios no se arrepiente de sus dones y de su llamada (cf. Rm 11:28-29)» («Lumen gentium«, 16).

7. Las metas del diálogo con el Judaísmo

44. La primera meta del diálogo es profundizar en el conocimiento recíproco entre Judíos y Cristianos. Sólo se puede aprender a amar lo que gradualmente ha llegado a conocerse, y sólo se puede conocer de verdad y con profundidad lo que se ama. Este conocimiento profundo viene acompañado por un enriquecimiento mutuo, que beneficia a los componentes del diálogo. La declaración Conciliar «Nostra Aetate» (Nº.4) habla del rico patrimonio espiritual que debe descubrirse paso a paso a medida que, a través del diálogo, avanzan los estudios bíblicos y teológicos. A este respecto, desde la perspectiva Cristiana, constituye una meta importante difundir entre los Cristianos los tesoros espirituales escondidos en el Judaísmo. Particularmente es muy digna de tener en cuenta la interpretación de las Sagradas Escrituras. El Prólogo del Cardenal Joseph Ratzinger al documento de la Comisión Bíblica Pontificia del 2001, «El Pueblo Judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia Cristiana«, destaca el respeto de los Cristianos por la interpretación Judía del Antiguo Testamento. En él se resalta que «los Cristianos pueden aprender mucho de la exégesis Judía practicada durante 2000 años, viceversa los Cristianos pueden confiar en que los Judíos podrán sacar provecho de las investigaciones de la exégesis Cristiana». En el campo de la exégesis, muchos estudiosos Judíos y Cristianos trabajan ahora juntos y encuentran su colaboración mutuamente benéfica, precisamente porque pertenecen a tradiciones religiosas diferentes.

45. Esta adquisición recíproca de conocimiento no debe limitarse exclusivamente a los especialistas. Por ello es importante que las instituciones educativas católicas, particularmente en la preparación de los sacerdotes, integren en sus planes de estudios tanto «Nostra Aetate» como los documentos sucesivos de la Santa Sede sobre la aplicación de la Declaración Conciliar. La Iglesia agradece también los esfuerzos análogos de la comunidad Judía. Los cambios fundamentales en las relaciones entre Cristianos y Judíos iniciados con «Nostra Aetate» (Nº. 4) deben también darse a conocer a las próximas generaciones para que los acojan y divulguen.

46. Una meta importante del diálogo Judío-Cristiano consiste ciertamente en el compromiso conjunto a escala mundial en favor de la justicia, la paz, la conservación de la creación y la reconciliación. En el pasado, pudo darse que las diferencias religiosas –en el contexto de una búsqueda reductiva de la verdad y de una intolerancia consecuente– contribuyeran a suscitar choques conflictivos. Pero hoy las religiones no deberían formar parte del problema, sino parte de la solución. Sólo cuando las religiones se comprometen en un diálogo provechoso, que contribuye a la concordia mundial, la paz puede alcanzar también los niveles sociales y políticos. La libertad religiosa, garantizada por la autoridad civil, es el requisito previo para ese diálogo y para la paz. El indicador, en este caso, lo ofrece el modo de tratar a las minorías religiosas, y la garantía que se otorga a sus derechos. En el diálogo Judío-Cristiano la situación de las comunidades Cristianas en el estado de Israel es muy significativo, pues allí –como en ninguna otra parte del mundo– una minoría Cristiana convive con una mayoría Judía. La paz en Tierra Santa – que crónicamente viene a faltar y por la que continuamente se reza – juega un papel de peso en el diálogo entre Judíos y Cristianos.

47. Otra meta importante del diálogo Judío-Católico consiste en la lucha conjunta contra todas las manifestaciones de discriminación racial antijudía y todas las formas de antisemitismo, que nunca han sido enteramente erradicadas y resurgen de diferentes maneras en varios contextos. La historia nos enseña hasta donde pueden llegar las actitudes, incluso ligeramente perceptibles, del antisemitismo: la tragedia humana de la Shoah, en la que fueron aniquilados dos tercios de los Judíos europeos. Ambas tradiciones de fe están llamadas a mantener juntas una vigilancia y una sensibilidad incesante también en la esfera social. El fuerte lazo de amistad que liga a Judíos y Católicos, obliga particularmente a la Iglesia Católica a hacer todo lo posible por colaborar con nuestros amigos Judíos, para repeler toda tendencia antisemita. El Papa Francisco ha recalcado repetidamente que un Cristiano nunca puede ser un antisemita, sobre todo teniendo en cuenta las raíces Judías del Cristianismo.

48. De todos modos, en este diálogo, la justicia y la paz no deben quedarse en abstracciones puras, sino que han de demostrarse también en formas tangibles. La esfera de la caridad social proporciona un rico campo de colaboración, dado que tanto la ética Judía como la Cristiana incluyen el imperativo de socorrer a los pobres, los desvalidos y los enfermos. Así, por ejemplo, la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Judíos de la Santa Sede y el Comité Judío Internacional para las Consultas Interreligiosas (IJCIC) trabajaron juntos en Argentina, durante la crisis financiera de ese país en el 2004, organizando juntos la distribución de víveres a los pobres y los sin techo, y posibilitando la asistencia escolar a los niños indigentes suministrándoles alimento. La mayoría de las Iglesias Cristianas cuentan con numerosas organizaciones caritativas, que también existen en el Judaísmo y que podrían trabajar juntas para socorrer las necesidades humanas. El Judaísmo enseña que el mandato de «caminar por sus sendas» (Dt 11:22) requiere imitar los Atributos Divinos (Imitatio Dei) mediante el cuidado del desamparado, el pobre y el que sufre (Talmud Babilónico, Sotah 14a). Este principio concuerda con la enseñanza de Jesús de socorrer a los necesitados (cf. eg. Mt 25:35-46). Ni los Judíos ni los Cristianos pueden aceptar simplemente la pobreza y el sufrimiento humano; más bien deben comprometerse por superar estos problemas.

49. Cuando los Judíos y los Cristianos contribuyen juntos, mediante una ayuda humanitaria concreta, a la justicia y a la paz del mundo, testimonian el cuidado amoroso de Dios. Abandonando la confrontación y aunando sus esfuerzos, Judíos y Cristianos deben trabajar por un mundo mejor. El Papa Juan Pablo II destacó este aspecto en su Discurso al Consejo Central de los Judíos Alemanes y a la Conferencia de Rabinos en Maguncia, el 17 de Noviembre de 1980: «Judíos y Cristianos están llamados como hijos de Abrahán a ser bendición para el mundo (cf. Gn 12:2ss) en cuanto se dedican conjuntamente a la paz y la justicia entre todos los hombres, con la plenitud y profundidad que Dios mismo quiere que tengan y con la disposición para el sacrificio que tan alta misión puede exigir».

10 diciembre 2015

Cardenal KURT KOCH 
Presidente

S.E. Mons. BRIAN FARRELL 
Vice–Presidente

Padre NORBERT J. HOFMANN, SDB 
Secretario