NOTAS PARA UNA CORRECTA PRESENTACIÓN DE JUDÍOS Y JUDAÍSMO EN LA PREDICACIÓN Y LA CATEQUESIS DE LA IGLESIA CATOLICA

 Mayo, 1985

Consideraciones preliminares

El Papa Juan Pablo II decía, en marzo de 1982, a los delegados de las Conferencias episcopales y otros expertos, reunidos en Roma para estudiar las relaciones entre Iglesia y Judaísmo: «… os habéis interesado, durante vuestra reunión, de la enseñanza católica y de la catequesis, en relación con los judíos y el Judaísmo… Se debería llegar a que esta enseñanza, en los diversos niveles de formación religiosa, y en la catequesis impartida a niños y adolescentes, presentara a los judíos y el judaísmo, no sólo de manera honesta y objetiva, sin ningún prejuicio y sin ofender a nadie, sino mejor todavía con una conciencia viva de la herencia» común a judíos y cristianos.

En este texto, tan denso de contenido, el Papa se inspiraba visiblemente en la Declaración conciliar Nostra aetate, 4, donde se dice:

«Por consiguiente, procuren todos no enseñar cosa alguna que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, tanto en la catequesis como en la predicación de la palabra de Dios». Tenía también presentes estas palabras: «Como es tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos».

Igualmente, las «Orientaciones y Sugerencias para la aplicación de la Declaración conciliar Nostra aetate, 4» concluyen el capítulo III, intitulado «Enseñanza y Educación», donde se enumeran una serie de indicaciones concretas destinadas a ser puestas en práctica en uno y otro campo, con esta recomendación:

«La información acerca de estas cuestiones debe ser impartida a todos los niveles de enseñanza y educación del cristiano. Entre los medios de información, revisten particular importancia los siguientes:

– Manuales de catequesis.

– Libros de historia.

– Medios de comunicación social (prensa, radio, cine, TV).

El empleo eficaz de estos medios presupone una específica formación de los profesores y de los educadores en las escuelas, así como en los Seminarios y Universidades» (AAS 77, 1975, p. 73).

Los párrafos que siguen se proponen servir a este propósito.

I Enseñanza religiosa y Judaísmo

1. En la Declaración conciliar Nostra aetate, 4, el Concilio habla del «vínculo» que une «espiritualmente» a cristianos y judíos, así como del «gran patrimonio espiritual común» a ambos, y afirma todavía que «la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los patriarcas, en Moisés y en los profetas, conforme al misterio salvífico de Dios».

2. En razón de estas relaciones únicas, existentes entre Cristianismo y Judaísmo, «vinculados en el nivel mismo de su propia identidad» (Juan Pablo II, discurso del 6 de marzo de 1982), relaciones «fundadas en el designio del Dios de la Alianza»(ib), los judíos y el Judaísmo no deberían ocupar un lugar tan solo marginal y ocasional en la catequesis (y la predicación). Su presencia indispensable debe ser en ella integrada de manera orgánica.

3. Este interés por el judaísmo en la enseñanza católica no tiene solamente un fundamento histórico o arqueológico. Como decía el Santo Padre, en el discurso varias veces citado, después de mencionar el «patrimonio común» entre Iglesia y Judaísmo, que es «considerable»: «Hacer el inventario de este patrimonio en sí mismo, pero también teniendo en cuenta la fe y la vida religiosa del pueblo judío, tal como se la practica hoy, puede ayudar a entender mejor determinados aspectos de la vida de la Iglesia». Se trata por consiguiente de una preocupación pastoral por una realidad siempre viva, en estrecha relación con la Iglesia. El Santo Padre ha presentado esta realidad permanente del pueblo judío con una notable fórmula teológica, en su alocución a los representantes de la comunidad judía de Alemania Federal, en Maguncia, el 17 de noviembre de 1980: «…el pueblo de Dios de la Antigua Alianza, nunca revocada…

4. Es preciso referir ya aquí el texto en el cual las «Orientaciones y sugerencias» han procurado definir la condición fundamental del diálogo: «Respetar al interlocutor tal como es», «entender mejor los elementos fundamentales de la tradición religiosa judía» y además, procurar «captar los rasgos esenciales con que los judíos se definen a sí mismos a la luz de su actual realidad religiosa»(Intr.).

5. La singularidad y la dificultad de la enseñanza cristiana acerca de los judíos y el Judaísmo consisten sobre todo en la exigencia de retener a la vez ambos términos de varias expresiones dobles, en las que se expresa la conexión entre las dos economías del Antiguo y del Nuevo Testamento:

Promesa y cumplimiento.
Continuidad y novedad.
Singularidad y universalidad.
Unicidad y ejemplaridad.
Importa que el teólogo o el catequista que quiera tratar de este tema, se preocupe de hacer ver, en la práctica misma de su enseñanza que:

La promesa y el cumplimiento se iluminan mutuamente.
La novedad consiste en una transformación de lo que ya existía antes.
El carácter singular del pueblo del Antiguo Testamento no es exclusivo, sino que está abierto, en la visión divina, a una extención universal.
El carácter unido de ese mismo pueblo existe en función de una ejemplaridad.
6. Finalmente, «en este campo, la imprecisión y la mediocridad causarían grave daño» al diálogo judeo-cristiano (Juan Pablo II, discurso del 6 de marzo de 1982). Pero sobre todo dañarían, puesto que se trata de enseñanza y educación, a la «propia identidad»cristiana (ib.).

7. «En virtud de su misión divina, la Iglesia» que es «el auxilio general de salvación» y en quien se encuentra «la total plenitud de los medios de salvación»(Unitatis redintegratio, 3), «tiene por naturaleza el deber de proclamar a Jesucristo en el mundo»(Orientaciones y sugerencias, 1). En efecto, creemos que es por él que vamos al Padre (cf. Jn 14, 6), y que «la vida eterna es que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo»(Jn 17, 3).

Jesús afirma (ib. 10, 16) que «habrá un solo rebaño y un solo pastor». Iglesia y Judaísmo no pueden así ser presentados como dos vías paralelas de salvación, y la Iglesia debe dar testimonio de Cristo redentor a todos, «respetando escrupulosamente la libertad religiosa tal como la ha enseñado el Concilio Vaticano II (Declaración Dignitatis humanae)» (Orient. y Sug., 1).

8. La urgencia y la importancia de una enseñanza precisa, objetiva y rigurosamente exacta acerca del Judaísmo, a nuestros fieles, se deduce también del peligro de un antisemitismo siempre a punto de reaparecer bajo rostros diferentes. En esto, no se trata solamente de erradicar, en nuestros fieles, los restos de antisemitismo que se encuentran todavía aquí y allí, sino mucho más de suscitar en ellos, mediante la tarea educativa, un conocimiento exacto del «vínculo» (cf. Nostra aetate, 4) absolutamente único, que, como Iglesia, nos liga a los judíos y al Judaísmo. De este modo les enseñaríamos a apreciar y amar a aquellos que, elegidos por Dios para preparar la venida de Cristo, han conservado todo aquello que les fuera progresivamente revelado y otorgado en el curso de esta preparación, no obstante su dificultad en reconocer en él a su Mesías.

II Relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento

1. Antes de referirse a cada uno de los acontecimientos de la historia, es preciso presentar la unidad de la Revelación bíblica (Antiguo y Nuevo Testamento) y del plan divino, a fin de subrayar bien que cada uno de ellos no adquiere su significación sino a la luz de la totalidad de esa historia, de la creación a la consumación. Ella concierne a todo el género humano y particularmente a los creyentes. De este modo, el sentido definitivo de la elección de Israel aparece solamente a la luz de la realización plena (Rom 9-11) y la elección en Jesucristo se comprende todavía mejor en relación con el anuncio y la promesa (cf. Heb 4, 1-11).

2. Se trata sin duda de acontecimientos singulares que conciernen a una nación singular, pero que, en la intención de Dios que revela su propósito, están destinados a recibir un significado universal y ejemplar.

Se trata además de presentar los acontecimientos del Antiguo Testamento no como hechos que tocan solamente a los judíos, sino que nos afectan también personalmente. Abraham es de veras el padre de nuestra fe (cf. Rom 4, 11-12; Canon romano: patriarchae nostri Abrahae). Y se nos dice (1 Cor 10, 1): «Nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, todos atravesaron el mar». Los patriarcas y los profetas y otras personalidades del Antiguo Testamento han sido y serán siempre venerados como santos en la tradición litúrgica de la Iglesia oriental como también de la Iglesia latina.

3. De esta unidad del plan divino surge el problema de la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. La Iglesia, ya en los tiempos apostólicos (cf. 1 Cor 10, 11); Heb 10, 1), y luego constantemente en su tradición, ha resuelto ese problema sobre todo con la ayuda de la tipología, lo cual subraya el valor primordial que el Antiguo Testamento debe tener en la perspectiva cristiana. No obstante, la tipología suscita en no pocos un malestar y ello es quizá indicio de un problema irresuelto.

4. En el uso de la tipología, cuya doctrina y cuya práctica hemos recibido de la liturgia y de los Padres de la Iglesia, se tendrá cuidado, pues, de evitar toda transición del Antiguo al Nuevo Testamento que fuera considerada solamente como ruptura. La Iglesia, con la espontaneidad del espíritu que la anima, ha condenado enérgicamente la actitud de Marción* y se ha opuesto siempre a su dualismo.

5. Interesa igualmente acentuar que la interpretación tipológica consiste en leer el Antiguo Testamento como preparación y, bajo ciertos aspectos, como esbozo y anuncio del Nuevo (cf. Heb 5, 5-10 etc.). Cristo es, a partir de éste, la referencia-clave de las Escrituras: «la roca era Cristo» (1 Cor 10, 4).

6. Es entonces verdad, y es preciso asimismo subrayarlo, que la Iglesia y los cristianos leen el Antiguo Testamento a la luz del acontecimiento de Cristo, muerto y resucitado, y que, por este motivo, hay una lectura cristiana del Antiguo Testamento que no coincide necesariamente con la lectura judía. De este modo, identidad cristiana e identidad judía deben ser cuidadosamente distinguidas en sus respectivas lecturas de la Biblia. Pero esto nada quita del valor del Antiguo Testamento en la Iglesia ni impide que los cristianos puedan a su vez aprovechar con discernimiento las tradiciones de la lectura judía.

7. La lectura tipológica no hace más que manifestar las riquezas insondables del Antiguo Testamento, su contenido inagotable y el misterio del que está colmado. No debe hacer olvidar que conserva su valor propio de Revelación, que en Nuevo Testamento a menudo no hará más que resumir (cf. Mc 12, 29-31) por lo demás, el mismo Nuevo Testamento pide ser leído también a la luz del Antiguo. La catequesis primitiva recurrirá constantemente a él (cf. vgr. 1 Cor 5, 6-8; 10, 1-11).

8. La tipología significa además la proyección hacia el cumplimiento del plan divino, cuando «Dios será todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 28). Esto vale también para la Iglesia, que, realizada ya en Cristo, no por eso deja de esperar su perfección definitiva, como Cuerpo suyo. El hecho de que el Cuerpo de Cristo tienda todavía hacia su estatura perfecta (cf. Ef 4, 12-13), nada detrae al valor del ser cristiano. Igualmente, la vocación de los patriarcas y el Éxodo de Egipto no pierden su importancia y su consistencia propia en el plan de Dios porque son, a la par, etapas intermediarias de ese plan (cf. vgr. Nostra aetate, 4).

9. El Éxodo, por ejemplo, representa una experiencia de salvación y de liberación que no se concluye en sí misma, sino al contrario, lleva en sí, además de su significación propia, el germen de un desarrollo ulterior. La salvación y la liberación han sido ya realizadas en Cristo y a la vez se realizan gradualmente por los sacramentos en la Iglesia.

Así se prepara el cumplimiento definitivo del plan de Dios, que espera entonces su definitiva consumación con el retorno de Jesús, como Mesías, por el cual rezamos cada día. El Reino, por el cual oramos igualmente todos los días, será entonces finalmente instaurado. Entonces, la salvación y la liberación habrán transformado en Cristo a los elegidos y a la totalidad de la creación (cf. Rom 8, 19-23).

10. Además, al subrayar la dimensión escatológica del cristianismo, se adquirirá una más viva conciencia del hecho de que el pueblo de Dios de la antigua y de la nueva Alianza, tiende hacia metas análogas: la venida, o el retorno, del Mesías, aun se si parte de dos puntos de vista diferentes. Y nos daremos cuenta con mayor claridad de que la persona del Mesías, en relación con la cual el pueblo de Dios está dividido, es también para él un punto de convergencia (cf. «Sussidi per l’ecumenismo» de la diócesis de Roma, n. 140). Se puede así decir que judíos y cristianos se encuentran en una esperanza comparable, fundada sobre una misma promesa hecha a Abraham (cf. Gn 12, 1-3; Heb 6, 13-18).

11. Atentos al mismo Dios que ha hablado, suspendidos a la misma palabra, nos corresponde dar testimonio de una misma memoria y de una común esperanza en Aquel que es el Señor de la historia. Deberíamos así asumir nuestra responsabilidad de preparar el mundo a la venida del Mesías, operando juntos por la justicia social, el respeto de los derechos de la persona humana y de las naciones, en orden a la reconciliación social e internacional. A ello somos impulsados, judíos y cristianos, por el precepto del amor del prójimo, una común esperanza del Reino de Dios y la gran herencia de los Profetas. Inculcada desde temprano por la catequesis, una concepción semejante educaría de manera concreta a los jóvenes cristianos a una relación de cooperación con los judíos, yendo más allá del simple diálogo (cf. Orient. y Sug. IV).

III Raíces judías del cristianismo

12. Jesús era judío y no ha dejado nunca de serlo. Su ministerio se ha limitado, voluntariamente, a «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15, 24). Jesús era plenamente un hombre de su tiempo y de su ambiente, el ambiente judío palestino del siglo primero d.C., cuyas angustias y esperanzas ha compartido. Esta afirmación no es más que una acentuación de la realidad de la Encarnación, y del sentido mismo de la historia de la salvación, como nos ha sido revelado en la Biblia (cf. Rom 1, 3-4; Gál 4, 4-5).

13. La relación de Jesús con la ley bíblica y sus interpretaciones más o menos tradicionales son ciertamente complejas. Respecto de ella ha dado pruebas de una gran libertad (cf. las «antítesis» del Sermón de la Montaña: Mt 5, 21-48, con la debida consideración de las dificultades exegéticas; cf. también la actitud de Jesús ante una observancia rigurosa del sábado: Mc 3, 1-6, etc.).

Pero, por otra parte, no cabe duda de que quiere someterse a la ley (cf. Gál 4, 4), ha sido circuncidado y presentado al Templo, como cualquier otro judío de su tiempo (cf. Lc 2, 21. 22-24), y fue educado para observarla. Exhortaba a respetarla (cf. Mt 5, 17-20), e invitaba a obedecerla (cf. Mt 8, 4). El ritmo de su vida estaba marcado por la observancia de las peregrinaciones, con ocasión de las grandes fiestas, y ello desde su infancia (cf. Lc 2, 41-50; Jn 2, 13; 7, 10, etc.). Con frecuencia se ha notado, en el Evangelio de Juan, la importancia del ciclo de las fiestas judías (cf. 2, 13; 5, 1; 7, 2.10.37; 10, 22; 12, 1.13,1; 18, 28; 19, 42, etc.).

14. Conviene notar todavía que Jesús enseña a menudo en las sinagogas (cf. Mt 4, 23; 9, 35; Lc 4, 15-18; Jn 18, 20 etc.) y en el Templo (cf. Jn 18, 20 etc.), que frecuentaba, como sus discípulos, incluso después de la resurrección (cf. vgr. Hech 2, 46; 3, 1; 21, 26, etc.). Ha querido insertar en el contexto del culto en la sinagoga la proclamación de su mesianidad (cf. Lc 4, 16-21). Pero sobre todo ha querido realizar el acto supremo del don de sí mismo en el marco de la liturgia doméstica de la Pascua, o por lo menos en el marco de la festividad pascual (cf. Mc 14, 1.12 y paralelos; Jn 18, 28). Y ello permite comprender mejor el carácter de «memoria» de la Eucaristía.

15. El Hijo de Dios se ha encarnado así en un pueblo y una familia humana (cf. Gál 4, 4; Rom 9, 5), lo cual no quita nada al hecho de que haya nacido por todos los hombres, antes al contrario (alrededor de su cuna están los pastores judíos y los magos paganos: Lc 2, 8-20; Mt 2, 1-12); y de que haya muerto por todos (al pie de la cruz, de nuevo encontramos a los judíos, María y Juan entre ellos: Jn 19, 25-27, y los paganos, como el centurión: Mc 15, 39 y paralelos). De esta manera, Jesús ha hecho uno de los dos pueblos en su carne (cf. Ef 2, 14-17). Se explica entonces que hubiera, en Palestina y en otras partes, junto a la Ecclesia ex gentibus, una Ecclesia ex circumcisione, de la cual habla por ejemplo Eusebio (Hist. Eccl. IV, 5).

16. Las relaciones de Jesús con los Fariseos no fueron siempre del todo polémicas. Hay de esto numerosos ejemplos:

Son fariseos quienes previenen a Jesús del peligro que corre (Lc 13, 31).
Fariseos son alabados, como el «escriba» de Mc 12, 34.
Jesús come con fariseos (Lc 7, 36; 14, 1).
17. Jesús comparte, como la mayoría de los judíos palestinos de aquel tiempo, doctrinas propias de los fariseos: la resurrección de los cuerpos; las formas de piedad: limosna, oración, ayuno, (cf. Mt 6, 1-18; la costumbre litúrgica de dirigirse a Dios como Padre; la prioridad del precepto del amor de Dios y del prójimo (cf. Mc 12, 28-34). Lo mismo vale de Pablo (cf. vgr. Hech 23, 8), quien ha tenido siempre como un título honorífico su pertenencia al grupo fariseo (cf. ib. 23, 6; 26, 5; Flp 3, 5).

18. Pablo, como por lo demás el mismo Jesús, ha utilizado métodos de lectura y de interpretación de la Escritura y de enseñanza a los propios discípulos, comunes a los fariseos de su tiempo, Es el caso del uso de las parábolas en el ministerio de Jesús, como también del método, aplicado por Jesús y por Pablo, de sustentar una conclusión con una cita de la Escritura.

19. Hay que notar todavía que los fariseos no son mencionados en los relatos de la Pasión. Gamaliel (cf. Hech 5, 34-39) toma la defensa de los Apóstoles en una reunión del Sanhedrín.

Una presentación exclusivamente negativa de los fariseos corre el riesgo de ser inexacta e injusta (cf. Orient. y Sug. Nota 1: AAS a, c., p. 76). Si se encuentran en los Evangelios y en otras partes del Nuevo Testamento toda clase de referencias desfavorables a los fariseos, es necesario verlas contra el telón de fondo de un movimiento complejo y diversificado. Las críticas contra tipos diferentes de fariseos no faltan por lo demás en las fuentes rabínicas (cf. Talmud de Babilonia, tratado Sotah 2 b, etc.). El «fariseísmo», en sentido peyorativo, puede prosperar en cualquier religión.

Se puede también notar que, si Jesús se muestra severo con los fariseos, la razón es que, entre ellos y él, existe mayor proximidad que con los demás grupos judíos del mismo período (cf. supra n. 17).

20. Todo esto debiera contribuir a hacer entender mejor la afirmación de San Pablo (Rom 2, 16ss) sobre la «raíz» y las «ramas». La Iglesia y el cristianismo, con toda su novedad, encuentran su origen en el ambiente judío del primer siglo de nuestra era, y más profundamente todavía en el «plan de Dios»(Nostra aetate, 4), realizado en los patriarcas, Moisés y los profetas (ib.), hasta su consumación en Cristo Jesús.

IV Los judíos en el Nuevo Testamento

21. Las «Orientaciones» decían ya (nota 1): «La fórmula ‘los judíos’en San Juan designa a veces, según los contextos, a ‘los jefes de los judíos’ o a ‘los adversarios de Jesús’, expresiones que formulan mejor el pensamiento del evangelista y evitan que dé la impresión de que se acusa al pueblo judío como tal».

Una presentación objetiva del papel del pueblo judío en el Nuevo Testamento debe tomar en cuenta los siguientes datos:

A. Los Evangelios son el fruto de una labor redaccional prolongada y complicada. La Constitución dogmática Dei Verbum, a la zaga de la Instrucción Sancta Mater Ecclesia de la Pontificia Comisión Bíblica, distingue en ella tres etapas: «Los autores sagrados compusieron los cuatro Evangelios escogiendo datos de la tradición oral o escrita, reduciéndolos a síntesis, adaptándolos a la situación de las diversas Iglesias, conservando siempre el estilo de la proclamación; así nos transmitieron datos auténticos y genuinos acerca de Jesús»(n. 19).

No se excluye entonces que algunas referencias hostiles o poco favorables a los judíos, tengan como su contexto histórico los conflictos entre la Iglesia naciente y la comunidad judía.

Ciertas polémicas reflejan la condición de las relaciones entre judíos y cristianos, bien posteriores a Jesús.

Esta comprobación tiene un valor capital si se quiere recabar el sentido de algunos textos de los Evangelios para los cristianos de hoy.

De todo eso se debe tomar nota cuando se preparan las catequesis y las homilías para las últimas semanas de Cuaresma y para la Semana Santa (cf. ya Orient. y Sug. II; y ahora también los «Sussidi» de la diócesis de Roma, n. 124b.).

B. Es claro, por otra parte, que, desde el comienzo del ministerio de Jesús, hubo conflictos entre él y ciertas categorías de judíos de su tiempo, también con los fariseos (cf. Mc 2, 1-11.24; 3, 6 etc.).

C. Se da igualmente el hecho doloroso de que la mayoría del pueblo judío y sus autoridades no han creído en Jesús, hecho que no es solamente un acontemiento histórico, sino que posee importancia teológica, dimensión cuyo significado san Pablo procura interpretar (Rom cap. 9-11).

D. Tal hecho, acentuado a medida que se desarrollaba la misión cristiana, sobre todo entre los paganos, ha llevado a una inevitable ruptura entre el Judaísmo y la Iglesia naciente, a partir de este momento irreductiblemente separados y divergentes en el plano mismo de la fe, situación que se refleja en la redacción de los textos del Nuevo Testamento, y en especial en los Evangelios. No se trata de disminuir o disimular esta ruptura; ello no haría más que perjudicar la identidad de cada uno. No obstante, la ruptura no suprime ciertamente el «vínculo» espiritual del cual habla el Concilio (Nostra aetate, 4), y algunas de cuyas dimensiones nos proponemos elaborar en el presente texto.

E. Al reflexionar sobre el hecho aludido, a la luz de la Escritura, y especialmente de los capítulos citados de la carta a los Romanos, los cristianos no deben nunca olvidar que la fe es un don libre de Dios (cf. Rom 9, 12) y que la conciencia ajena no debe ser juzgada. La exhortación de san Pablo a no «engreírse» (Rom 11, 18) respecto de la «raíz» (ib.), cobra aquí todo su sentido.

F. No se puede poner en un mismo plano a los judíos que conocieron a Jesús y no creyeron en él, o los que se opusieron a la predicación de los apóstoles, con los que vinieron después y con los judíos de nuestro tiempo. Si la responsabilidad de aquellos en su actitud frente a Jesús permanece un misterio de Dios (cf. Rom 11, 25), estos se encuentran en una situación del todo diferente. El Segundo Concilio Vaticano (Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa) enseña que «todos los hombres deben estar inmunes de coacción… y ello de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella…» (n. 2). Esta es una de las bases sobre las que se apoya el diálogo judeo-cristiano, promovido por el Concilio.

22. La delicada cuestión de la responsabilidad por la muerte de Cristo debe ser encarada en la óptica de la Declaración conciliar Nostra aetate y las Orientaciones y sugerencias»(III). «Lo que se hizo en la Pasión de Cristo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy», aunque las autoridades de los judíos, con sus seguidores, reclamaron la muerte de Cristo. Y más abajo: «Cristo… abrazó voluntariamente, movido por inmensa caridad, su pasión y muerte por los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación»(Nostra aetate, 4).

El Catecismo del Concilio de Trento enseña además que los cristianos que pecan son más culpables de la muerte de Cristo que los pocos judíos que en ella intervinieron: estos, en efecto, «no sabían lo que hacían» (Lc 23, 34) y nosotros, en cambio, lo sabemos demasiado bien (Parte I, cap. V, cust. XI). En la misma línea y por la misma razón, «no se ha de señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras» (Nostra aetate, 4), aun si es verdad que «la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios»(ib.).

V La liturgia

23. Judíos y cristianos hacen de la Biblia la sustancia misma de su liturgia: en la proclamación de la palabra de Dios, en la respuesta a ella, en la oración de alabanza y de intercesión por los vivos y los muertos, en el recurso a la misericordia divina. La liturgia de la Palabra, en su estructura propia, tiene su origen en el judaísmo. La liturgia de las Horas y otros textos y formularios litúrgicos tienen paralelos en el judaísmo, como también las mismas fórmulas de nuestras oraciones más venerables, entre ellas el Padrenuestro. Las oraciones eucarísticas se inspiran asimismo de modelos de la tradición judía. Como decía Juan Pablo II (alocución del 6 de marzo de 1982): «La fe y la vida religiosa del pueblo judío, tal como son vividas y profesadas todavía, (pueden) ayudar a comprender mejor ciertos aspectos de la vida de la Iglesia. Es el caso de la liturgia…».

24. Esto es particularmente visible en las grandes fiestas del año litúrgico, como la Pascua. Cristianos y judíos celebran la Pascua: Pascua de la historia, en tensión hacia el futuro, para los judíos; Pascua realizada en la muerte y la resurrección de Cristo, para los cristianos, pero siempre a la espera de la consumación definitiva (cf. supra n. 9). Es el «memorial», que nos viene de la tradición judía, con un contenido específico, diverso en cada caso. Hay así, en una parte como en la otra, un dinamismo semejante para los cristianos, este dinamismo confiere su significación a la celebración eucarística (cf. la antífona «O Sacrum Convivium», celebración pascual, y como tal, actualización del pasado, pero vivida en la espera «hasta que él venga» (1 Cor 11, 26).

VI Judaísmo y Cristianismo en la historia

25. La historia de Israel no acaba el año 70 (cf. Orientaciones y Sugerencias II). Seguirá adelante, especialmente en una numerosa diáspora, que permitirá a Israel llevar a todas partes el testimonio, a menudo heroico, de su fidelidad al Dios único y «ensalzarle ante todos los vivientes» (Tob 13, 4), conservando siempre la memoria de la tierra de los antepasados en lo más íntimo de su esperanza (cf. Seder pascual).

Los cristianos son animados a comprender este vínculo religioso, que hunde sus raíces en la tradición bíblica, sin por eso apropiarse una interpretación religiosa particular de esta relación (cf. Declaración de la Conferencia de los Obispos católicos de los Estados Unidos, 20 de noviembre de 1975).

Por lo que toca a la existencia del Estado de Israel y sus opciones políticas, deben ser encaradas en una óptica que no es en sí misma religiosa, sino referida a los principios comunes del derecho internacional.

La persistencia de Israel (cuando tantos pueblos antiguos han desaparecido sin dejar rastros) es un hecho histórico y a la vez un signo que pide ser interpretado en el plan de Dios. Es preciso, en todo caso, liberarse de la concepción tradicional de un pueblo castigado, que habría sido conservado para servir de argumento viviente para la apologética cristiana. Es siempre el pueblo electo, «el olivo legítimo en el cual han sido injertadas las ramas del olivo silvestre, que son los gentiles» (Juan Pablo II, 6 de marzo de 1982, aludiendo a Rom 11, 17-24). Se tendrá presente cuán negativo es el balance de las relaciones entre judíos y cristianos, durante dos milenios. Se recordará también que esta permanencia de Israel ha sido acompañada por una continua creatividad espiritual, en el período rabínico, durante la Edad Media, y en los tiempos modernos, a partir de un patrimonio que, por mucho tiempo, nos ha sido común, de tal manera que «la fe y la vida religiosa del pueblo judío, tal como son vividas y profesadas todavía hoy, (pueden) ayudar a comprender mejor ciertos aspectos de la vida de la Iglesia» (Juan Pablo II, 6 de marzo de 1982). La catequesis debería, por otra parte, ayudar a comprender el significado para los judíos de su exterminación durante los años 1939 a 1945 y de sus consecuencias.

26. La educación y la catequesis deben ocuparse del problema del racismo, siempre activo en las diferentes formas de antisemitismo. El Concilio presentaba el problema de este modo: «Además, la Iglesia… consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada, no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos»(Nostra aetate, 4). Y las Orientaciones comentan: «Los vínculos espirituales y las relaciones históricas que unen a la Iglesia con el Judaísmo, condenan como contrarias al espíritu mismo del cristianismo todas las formas de antisemitismo y discriminación, cosa que de por sí la dignidad de la persona humana basta para condenar» (Preámbulo).

VII Conclusión

27. La enseñanza religiosa, la catequesis y la predicación deben disponer, no sólo a la objetividad, la justicia y la tolerancia, sino a la comprensión y al diálogo. Nuestras dos tradiciones tiene un parentesco tan estrecho que no se pueden ignorar. Es preciso exhortar a un conocimiento mutuo a todos los niveles. Porque se comprueba una penosa ignorancia, en especial de la historia y de las tradiciones del Judaísmo, del cual sólo los aspectos negativos y a menudo caricaturales, parecen ser parte del bagaje común de muchos cristianos.

A esto estas Notas se proponen poner remedio. De esta manera, el texto del Concilio y de las Orientaciones y Sugerencias serán más fácilmente puestos en práctica.

Johannes Cardenal Willebrands

Presidente

Pierre Duprey

Vicepresidente

Jorge Mejía

Secretario

(Mayo 1985)