La Iglesia ante el racismo. Para una sociedad más fraterna.

La Iglesia ante el racismo. Para una sociedad más fraterna.

A continuación publicamos el documento «La Iglesia ante el Racismo», de la Pontificia Comisión de Justicia y Paz, de 3 de noviembre de 1988.

El antisionismo — de otro orden, ya que consiste en una contestación del Estado de Israel y su política — sirve a veces de cobertura al antisemitismo, se nutre de él y lo promueve.

PONTIFICIA COMISIÓN «IUSTITIA ET PAX»

PONTIFICIA COMISIÓN «IUSTITIA ET PAX»

LA IGLESIA ANTE EL RACISMO

PARA UNA SOCIEDAD MÁS FRATERNA

1. Introducción

Los prejuicios o las conductas racistas siguen empañando las relaciones entre las personas, los grupos humanos y las naciones. La opinión pública se conmueve siempre más. Y la conciencia moral no puede de ninguna manera aceptar tales prejuicios o conductas.

La Iglesia es particularmente sensible a las actitudes discriminatorias: el mensaje que ella recibe de la Revelación bíblica afirma vigorosamente la dignidad de cada persona creada a imagen de Dios, la unidad del género humano en el designio del Creador y la dinámica de la reconciliación realizada por el Cristo Redentor, quien ha derribado el muro de odio que separaba los mundos contrapuestos [1] para recapitular en sí la humanidad entera.

En virtud de esto, el Santo Padre ha confiado la Pontificia Comisión «Iustitia et Pax» la misión de ayudar a esclarecer y estimular las conciencias acerca de esta cuestión capital: el recíproco respeto entre los grupos étnicos y raciales y su convivencia fraterna. Esto supone a su vez un lúcido análisis de ciertos hechos complejos del pasado y del presente y una apreciación imparcial de las deficiencias morales o las iniciativas positivas, a la luz de los principios éticos fundamentales del mensaje cristiano.

Cristo ha denunciado el mal, incluso con riesgo de su vida; lo ha hecho no para condenar, sino para salvar.

A ejemplo suyo, la Santa Sede siente el deber de estigmatizar proféticamente las situaciones condenables, pero se cuida bien de condenar o excluir las personas; querría en cambio ayudarlas a verse libre de esas situaciones mediante un esfuerzo determinado y progresivo. Desea, con realismo, animar la esperanza de una renovación que siempre es posible, y proponer orientaciones pastorales adecuadas, a los cristianos como a los hombres de buena voluntad, preocupados por conseguir los mismos fines.

El presente documento se propone examinar ante todo el fenómeno del racismo en sentido estricto. No obstante, trata también ocasionalmente de algunas otras manifestaciones (actitudes conflictivas, intolerancia, prejuicios) en la medida en que tales manifestaciones están vinculadas al racismo o conllevan elementos racistas. A la luz de su tema central, el documento subraya así las conexiones existentes entre ciertos conflictos y los prejuicios raciales.

PRIMERA PARTE

LAS CONDUCTAS RACISTAS
EN EL CURSO DE LA HISTORIA[78]

2. Las conductas y las ideologías racistas no han comenzado ayer; hunden sus raíces en la realidad del pecado desde el origen del género humano, tal como la Biblia nos lo presenta con el relato acerca de Caín y Abel y de la Torre de Babel.

Históricamente, el prejuicio racista en sentido estricto, en cuanto conciencia de la superioridad biológicamente de terminada de la propia raza o grupo étnico respecto de los otros, se ha desarrollado sobre todo a partir de la práctica de la colonización y la esclavitud, al principio de la época moderna. Si se mira, a ojo de águila, la historia de las civilizaciones precedentes, al Occidente como al Oriente, al Norte como al Sur, se encuentran ya comportamientos sociales injustos o discriminatorios, si bien no siempre racistas, en propiedad de términos.

La antigüedad greco-romana, por ejemplo, no parece haber conocido el mito de la raza. Los griegos estaban ciertamente convencidos de la superioridad cultural de su civilización, pero no por eso consideraban los pueblos que llamaban «bárbaros» como inferiores por razones biológicas congénitas. No cabe duda que la esclavitud mantenía un número considerable de individuos en una situación deplorable, tenidos por «objetos» a disposición de sus dueños. Pero, originariamente, se trataba sobre todo de miembros de los pueblos sometidos por la guerra, no de grupos humanos despreciados por la raza.

El pueblo hebreo, según atestiguan los libros del Antiguo Testamento, era consciente, a un grado único, del amor de Dios por él, manifestado bajo la forma de una alianza gratuita entre Dios y el pueblo. En ese sentido, objeto de la elección y de la promesa, era un pueblo aparte de los otros pueblos. Pero el criterio de la distinción era el plan de salvación que Dios despliega en el curso de la historia. Israel era considerado como la propiedad personal del Señor entre todos los pueblos.[2] El lugar de esos otros pueblos en la historia de la salvación no fue siempre bien percibido desde el principio, y a veces esos pueblos eran estigmatizados en la predicación profética, en la medida en que permanecían idólatras. Pero no fueron objeto ni de menosprecio ni de una maldición divina a causa de su diferencia étnica. El criterio de la distinción era religioso. Y un cierto universalismo comenzaba a ser entrevisto.

Según el mensaje de Cristo, en orden al cual el pueblo de la Antigua Alianza debía preparar la humanidad, la salvación es ofrecida a la totalidad del género humano, a toda criatura y a todas las naciones.[3] Los primeros cristianos aceptaban de buen grado que se los considerara como el pueblo de la «tercera raza», conforme a una expresión de Tertuliano;[4] no ciertamente en sentido racial, sino en el sentido espiritual de nuevo pueblo, en el cual confluyen, reconciliadas por Cristo, las dos primeras razas humanas desde una óptica religiosa: los judíos y los paganos. Igualmente, la Edad Media cristiana distinguía los pueblos según criterios religiosos, en cristianos, judíos e «infieles». Y, a causa de ello, dentro de los límites de la Cristiandad, los judíos, testigos de un rechazo tenaz de la fe en Cristo, conocieron a menudo graves humillaciones, acusaciones y proscripciones.

3. Con el descubrimiento del Nuevo Mundo, las actitudes cambian. La primera gran corriente de colonización europea es acompañada de hecho por la destrucción masiva de las civilizaciones precolombinas y por la sujeción brutal de sus habitantes. Si los grandes navegantes de los siglos XV y XVI eran libres de prejuicios raciales, los soldados y los comerciantes no practicaban el mismo respeto: mataban para instalarse, reducían a esclavitud los «indios» para aprovecharse de su mano de obra, como después de la de los negros, y se empezó a elaborar una teoría racista para justificarse.

Los Papas no tardaron en reaccionar. El 2 de junio de 1537, la bula Sublimis Deus de Pablo III denunciaba a los que sostenían que «los habitantes de las Indias occidentales y de los continentes australes… debían ser tratados como animales irracionales y utilizados exclusivamente en provecho y servicio nuestro»; y el Papa afirmaba solemnemente: «Resueltos a reparar el mal cometido, decidimos y declaramos que estos indios, así como todos los pueblos que la cristiandad podrá encontrar en el futuro, no deben ser privados de su libertad y de sus bienes — sin que valgan objeciones en contra —, aunque no sean cristianos, y que, al contrario, deben ser dejados en pleno gozo de su libertad y de sus bienes».[5] Las directivas de la Santa Sede eran así de claras, incluso si, por desgracia, su aplicación conoció en seguida varias vicisitudes. Más tarde, Urbano VIII llegaría a excomulgar los que retuvieran a indios como esclavos.

Por su parte, los teólogos y los misioneros habían asumido ya la defensa de los autóctonos. El compromiso decidido en favor de los indios de un Bartolomé de Las Casas, soldado ordenado sacerdote, luego profeso dominico y obispo, seguido pronto por otros misioneros, conducía los gobiernos de España y Portugal al rechazo de la teoría de la inferioridad humana de los indios y a la imposición de una legislación protectora, de la cual se beneficiarán también, de algún modo, un siglo más tarde, los esclavos negros traídos de África.

La obra de De Las Casas es uno de los primeros aportes a la doctrina de los derechos universales del hombre, fundados sobre la dignidad de la persona, independientemente de toda afiliación étnica o religiosa. A su zaga, los grandes teólogos y juristas españoles, Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, iniciadores del derecho de gentes, desarrollaron esta doctrina de la igualdad fundamental de todos los hombres y de todos los pueblos. Sin embargo, la estrecha dependencia en que el régimen del Patronato mantenía al clero del Nuevo Mundo no siempre permitió a la Iglesia tomar las decisiones pastorales necesarias.

4. En el contexto del menosprecio racista, aunque la motivación dominante fuera la de procurarse mano de obra barata, no se puede dejar de mencionar aquí la trata de negros, tratados de África, por dinero, hacia las tres Américas, en centenares de miles. El modo de captura y las condiciones de transporte eran tales que un gran número desaparecía antes de la partida o antes de llegar al Nuevo Mundo, donde eran destinados a los trabajos más penosos prácticamente como esclavos. Ese comercio comenzó ya en 1562 y la esclavitud consiguiente perduró por casi tres siglos. Los Papas y los teólogos, como asimismo numerosos humanistas, protestaron contra esta práctica. León XIII la ha condenado con vigor en su encíclica In plurimis del 5 de mayo 1888, felicitando al Brasil por haberla abolido. El presente documento coincide con el centenario de este texto memorable. El Papa Juan Pablo II no vaciló, en su discurso a los intelectuales africanos, en Yaoundé (13 de agosto 1985), en deplorar que personas pertenecientes a naciones cristianas hayan contribuido a la trata de negros.

5. Preocupada siempre de mejorar el respeto a las poblaciones indígenas, la Santa Sede no ha dejado de insistir en que se mantuviera una cuidadosa distinción entre la obra de evangelización y el imperialismo colonial, con el cual se corría el peligro de verla confundida. La Sagrada Congregación de Propaganda Fide fue creada, en 1622, con esta inspiración. En 1659, la Congregación dirigía a los «vicarios apostólicos a punto de partir hacia los reinos chinos de Tonkín y la Cochinchina» una esclarecedora Instrucción acerca de la actitud de la Iglesia ante los pueblos a los que se abría ahora la posibilidad de anunciar el Evangelio.[6] Allí donde los misioneros permanecieron en una más estrecha dependencia de los poderes políticos, les fue más difícil poner freno a la voluntad de dominio de los colonizadores. A veces, los han incluso apoyado, recurriendo a interpretaciones falaces de la Biblia.[7]

6. En el siglo XVIII, una verdadera ideología racista ha sido forjada, opuesta a las enseñanzas de la Iglesia, en contraste también con el empeño de algunos filósofos humanistas en pro de la dignidad y libertad de los esclavos negros, que eran entonces objeto de un desvergonzado comercio de considerables proporciones. Esta ideología creyó poder encontrar en la ciencia la justificación de sus prejuicios. Apoyándose en la diferencia de los rasgos físicos y en el color de la piel, entendía concluir a una diversidad esencial, de carácter biológico hereditario, a fin de afirmar que los pueblos sometidos pertenecían a «razas» intrínsecamente inferiores, en cuanto a sus cualidades mentales, morales o sociales. La palabra «raza» es utilizada por primera vez, a fines del siglo XVIII, para clasificar biológicamente los seres humanos. El siglo siguiente, esto condujo a interpretar la historia de las civilizaciones en términos biológicos, como una competencia entre razas fuertes y débiles, éstas genéticamente inferiores a las otras. La decadencia de las grandes civilizaciones se explicaría por su «degeneración», es decir, por la mezcla de razas que comprometía la pureza de la sangre.[8]

7. Semejantes afirmaciones encontraron un eco considerable en Alemania. Es sabido que el partido totalitario nacional socialista erigió la ideología racista en fundamento de su programa clemencial, encaminado a la eliminación física de aquéllos que juzgaba pertenecer a «razas inferiores». El partido en cuestión se hizo responsable de uno de los más grandes genocidios de la historia. Su locura homicida hirió en primer término al pueblo judío, en proporciones inauditas; luego a otros pueblos, como los Gitanos y Tziganos, todavía a otras categorías de personas, como los lisiados o los enfermos mentales. Del racismo al eugenismo no había más que un paso, rápidamente franqueado.

La Iglesia no ha dejado de alzar su voz.[9] El Papa Pío XI condenó sin ambages las doctrinas nazis en su encíclica Mit brennender Sorge, declarando que: «Quien toma la raza, o el pueblo o el Estado … o cualquier otro valor fundamental de la comunidad humana… para separarlo de la escala de valores… y los diviniza por un culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden de las cosas creado y establecido por Dios».[10] El 13 de abril de 1938, el Papa hacía que la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades dirigiera a todos los rectores y decanos de Facultades una carta, imponiendo a todos los profesores de teología la obligación de refutar, según el método propio de cada disciplina, las seudo-verdades científicas con las cuales el nazismo intentaba justificar su ideología racista.[11] El mismo Pío XI preparaba, ya desde 1937, una gran encíclica sobre la unidad del género humano, que debía condenar el racismo y el antisemitismo. Fue sorprendido por la muerte antes de que pudiera publicarla. Su sucesor, Pío XII, incorporo algunos elementos en su primera encíclica Summi Pontificatus,[12] y sobre todo en el Mensaje de Navidad de 1942, donde afirmaba que entre los falsos postulados del positivismo jurídico «hay que incluir una teoría que reivindica para tal nación, tal raza, tal clase, el » instinto jurídico «, imperativo supremo y norma inapelable». Y el Papa lanzaba a la vez un llamado vibrante en favor de un orden social nuevo y mejor: «Este empeño, la humanidad lo debe a centenares de miles de personas, que sin la menor culpa de su parte, sino a veces simplemente porque pertenecen a tal raza o a tal nacionalidad, son destinadas a la muerte o a una progresiva consunción».[13] En la misma Alemania, hubo entonces una valiente resistencia del catolicismo, de la cual el Papa Juan Pablo II se ha hecho eco el 30 de abril de 1987,[14] con ocasión de su segundo viaje a ese país.

La insistencia en el drama del racismo nazi no debe hacer caer en el olvido otras exterminaciones en masa de poblaciones, como los armenios al acabar la primera guerra mundial y, más recientemente, una parte importante del pueblo camboyano, por razones ideológicas.

La memoria de los crímenes así cometidos no debe ser jamás cancelada: las jóvenes generaciones y las todavía por venir deben saber a qué extremos el hombre y la sociedad son capaces de llegar, cuando ceden al poder del desprecio y el odio.

En Asia y África, hay todavía sociedades donde reina una muy neta división entre castas diferentes, así como otras estratificaciones sociales, de difícil superación. El mismo fenómeno de la esclavitud, otrora universal en el tiempo y en el espacio, no se puede considerar, por desgracia, del todo liquidado. Estas manifestaciones negativas, y muchas otras que se podría enumerar, si no dependen siempre de concepciones filosóficas racistas, en el sentido propio de la palabra, revelan no obstante la existencia de una tendencia bastante extendida e inquietante a servirse de otras criaturas humanas para los fines propios, y de ese modo, a considerarlas como de menor valor, y, por así decir, de inferior categoría.

SEGUNDA PARTE

FORMAS ACTUALES DEL RACISMO

8. El racismo no ha desaparecido todavía; incluso se es testigo aquí y allá de inquietantes resurgimientos, que se presentan bajo formas diferentes, espontáneas, oficialmente toleradas o institucionalizadas. En efecto, si las situaciones de segregación, fundadas sobre teorías raciales son, al presente, en el mundo, una excepción, no se puede decir lo mismo de ciertos fenómenos de exclusión o de agresividad, de los cuales son víctimas ciertos grupos de personas, cuya apariencia física, características étnicas, culturales o religiosas, difieren de las propias del grupo dominante, y son por él interpretadas como indicios de una inferioridad innata y definitiva, apta a justificar cualquier práctica discriminatoria respecto de ellos. Pues, si la raza define un grupo humano en función de ciertos rasgos físicos inmutables y hereditarios, el prejuicio racial, que dicta los comportamientos racistas, puede extenderse, con los mismos efectos negativos, a todas las personas cuyo origen étnico, lengua, religión y costumbres señalan como diversas.

9. La forma más patente de racismo, en sentido propio, que se presenta hoy día, es el racismo institucionalizado, sancionado todavía por la constitución y las leyes de un país y justificado por una ideología de superioridad de las personas de origen europeo sobre las de origen africano, indio o «de color», a veces sustentada por una interpretación aberrante de la Biblia. Es el régimen de apartheid o del «separate development». Este régimen se caracteriza, desde tiempo atrás, por una segregación radical, en varias manifestaciones de la vida pública, entre las poblaciones negra, mestiza, india y blanca. Esta última, aunque minoritaria numéricamente, es la única que detenta el poder político y se considera dueña de la inmensa mayoría del territorio. Todo sudafricano es definido por una raza que le es atribuida reglamentariamente. Si bien en los últimos años, se han dado algunos pasos en dirección de una reforma, la mayoría de la población negra permanece excluida de la real representación en el gobierno nacional y no disfruta de la ciudadanía sino de nombre. Muchos son asignados a «homelands» poco viables, que son además económica y políticamente dependientes del poder central. La mayoría de las Iglesias cristianas del país han denunciado la política de segregación. La comunidad internacional [15] y la Santa Sede [16] se han pronunciado también enérgicamente en el mismo sentido.

Sudáfrica es un caso extremo de una concepción de la desigualdad de las razas. La prolongación del estado de represión del cual es víctima la población mayoritaria es cada vez menos tolerada. Esto conlleva, entre los que son así oprimidos, un germen de reflejos racistas tan inaceptables como aquéllos que hoy padecen. Por esta razón es urgente superar el abismo de los prejuicios, a fin de construir el futuro sobre los principios de la igual dignidad de todos los hombres. La experiencia ha podido mostrar, en otros casos, que evoluciones pacíficas son posibles en este terreno. La comunidad sudafricana y la comunidad internacional deben poner por obra todos los medios para favorecer un diálogo correcto entre los protagonistas. Es importante desterrar el miedo que provoca tanta rigidez. Es importante igualmente evitar que los conflictos internos sean explotados por otros, en detrimento de la justicia y la paz.[17]

10. En un cierto número de países, subsisten todavía formas de discriminación racial respecto de las poblaciones aborígenes, las cuales no son, en muchos casos, más que los restos de la población original de esas regiones, sobrevivientes de verdaderos genocidios, realizados en otro tiempo por los invasores o tolerados por los poderes coloniales. Y no es raro que esas poblaciones aborígenes resulten marginadas respecto al desarrollo del país.

En varios casos, la suerte que les cabe se acerca, de hecho sino de derecho, a los regímenes segregacionistas, en la medida en que quedan acantonadas en territorios estrechos y sometidos a estatutos que los nuevos ocupantes les han otorgado, casi siempre por un acto unilateral. El derecho de los primeros ocupantes a una tierra, a una organización social y política que preserve su identidad cultural, aún en la apertura a los demás, les debe ser garantizado. A este respecto, la justicia requiere que, acerca de las minorías aborígenes a menudo exiguas como número, dos escollos opuestos sean evitados: por una parte, que se las acantone en reservas como si debieran habitar en ellas para siempre, replegadas hacia su pasado; y por la otra, que se las someta a una asimilación forzada, sin consideración de su derecho a mantener una identidad propia. Ciertamente, las soluciones son difíciles: la historia no puede ser re-escrita. Pero se puede encontrar formas de convivencia que tomen en cuenta la vulnerabilidad de los grupos autóctonos y les brinde la posibilidad de ser ellos mismos en el contexto de conjuntos más amplios, a los que pertenecen con pleno derecho. La integración más o menos intensa en la sociedad circunstante debe poder realizarse conforme a su elección libre.[18]

11. Otros Estados conservan, en diverso grado, restos de una legislación discriminatoria, que limita apreciablemente los derechos civiles y religiosos de aquéllos que pertenecen a minorías de religión diferente, miembros en general de grupos étnicos diversos de aquél al cual pertenece la mayoría de los ciudadanos. En razón de tales criterios religiosos y étnicos, los miembros de esas minorías, aún si se les otorga hospitalidad, no pueden obtener, en el caso de que la solicitaran, la ciudadanía del país donde residen y trabajan. Sucede también que la conversión a la fe cristiana comporta la pérdida de la ciudadanía. Estas personas son siempre, en todo caso, ciudadanos de segunda categoría, en cuanto concierne, por ejemplo, la educación superior , el alojamiento , el empleo , especialmente en los servicios públicos y la administración de las comunidades locales. En este contexto se debe mencionar también aquellas situaciones en que, en un mismo país, se impone a otras comunidades la propia ley religiosa con sus consecuencias en la vida diaria, como por ejemplo la «sharia» en algunos estados de mayoría musulmana.

12. De manera general, hay que mencionar aquí el «etnocentrismo», actitud bastante difundida, según la cual un pueblo tiende naturalmente a defender su identidad, denigrando la de otros, hasta el extremo de negarles, simbólicamente al menos, la cualidad humana. Semejante conducta responde sin duda a una instintiva necesidad de proteger los propios valores, creencias y costumbres, percibidos como puestos en peligro por los demás. Se ve a qué consecuencias extremas puede llevar ese sentimiento, si no es purificado y relativizado por la apertura recíproca, por la información objetiva y el mutuo intercambio. El rechazo de la diversidad puede conducir hasta aquélla forma de aniquilación cultural, que los etnólogos llaman «etnocidio», la cual no tolera la presencia del otro si no en cuanto se deja asimilar a la cultura dominante.

Rara vez las fronteras políticas de un país coinciden exactamente con las de los pueblos, y casi todos los Estados, sean ellos de constitución antigua o reciente, conocen el problema de minorías alógenas instaladas dentro de las propias fronteras. Cuando los derechos de las minorías no son respetados, los antagonismos pueden tomar el aspecto de conflictos étnicos y generar reflejos racistas y tribales. De este modo, el fin de regímenes coloniales y de situaciones de discriminación racial no ha traído siempre consigo el ocaso del racismo en los nuevos Estados independientes de África y de Asia. Dentro de las fronteras artificiales, heredadas de las potencias coloniales, la cohabitación entre grupos étnicos de tradiciones, lenguas, culturas, incluso religiones diferentes, choca a menudo con el obstáculo de una hostilidad recíproca de tipo racista. Las oposiciones tribales ponen a veces en peligro, si no la paz, al menos la búsqueda del bien común al conjunto de la sociedad, creando así dificultades a la vida de las Iglesias y a la acogida de pastores de otro origen étnico. Incluso cuando las Constituciones de esos países afirman formalmente la igualdad de todos los ciudadanos entre sí y ante la ley, no es extraño que unos grupos étnicos dominen a otros y les rehúsen el pleno disfrute de sus derechos.[19] A veces, estas situaciones de hecho han desembocado en conflictos sangrientos, siempre presentes a la memoria. Otras veces todavía, los poderes públicos no dudan en aprovechar las rivalidades étnicas como diversivo de sus dificultades internas, con gran detrimento del bien común y de la justicia que están llamados a servir.

Es importante subrayar aquí que se dan situaciones análogas, cuando, por rabones complejas, poblaciones enteras son mantenidas en estado de desarraigo, refugiadas fuera del país donde estaban legítimamente instaladas, a menudo carentes de techo, y en todo caso, sin patria; o bien, cuando, residentes en la propia tierra, se encuentran en condiciones humillantes.[20]

13. No es exagerado afirmar que, dentro de un mismo país y de un mismo grupo étnico, pueden darse formas de racismo social, cuando, por ejemplo, inmensas masas de campesinos pobres son tratados sin ninguna consideración por su dignidad y sus derechos, expulsados de sus tierras, explotados y mantenidos en un estado de inferioridad económica y social por propietarios omnipotentes, que gozan además de la inercia o la activa complicidad de las autoridades. Son nuevas formas de esclavitud, frecuentes en el Tercer Mundo. No hay mucha diferencia entre aquéllos que consideran inferiores a otros hombres por razón de su raza, y aquéllos que tratan como inferiores a sus propios conciudadanos cuya mano de obra explotan. Es necesario que, en este caso, los principios de justicia social sean eficazmente aplicados. Se evitará así entre otras cosas, que las clases demasiado privilegiadas lleguen a abrigar sentimientos propiamente «racistas» hacia los propios conciudadanos y encuentren en ello un pretexto más para mantener estructuras injustas.

14. Más universal y más extendido, sobre todo en países de fuerte inmigración, es el fenómeno del racismo espontáneo, que es dable observar entre los habitantes de esos países respecto de los extranjeros, especialmente cuando éstos se distinguen por su origen étnico y su religión. Los prejuicios con los cuales estos inmigrantes son con frecuencia recibidos, corren el riesgo de desencadenar reacciones que se pueden manifestar al principio por un nacionalismo exacerbado, más allá del legítimo orgullo por la propia patria e incluso de un superficial chauvinismo, degenerando después fácilmente en xenofobia o incluso en odio racial. Tales actitudes reprensibles nacen de un temor irracional, provocado a menudo por la presencia del otro y la necesidad de confrontarse con lo diverso. El objetivo expreso o implícito que las inspira es la negación al otro del derecho a ser lo que es, y en todo caso del serlo «entre nosotros». Puede haber, sin duda, problemas de equilibrio de poblaciones, de identidad cultural y de seguridad. Pero deben ser resueltos en el respeto del otro, con la confianza también en la riqueza que aporta la diversidad humana. Ciertos grandes países del Nuevo Mundo han recibido un aumento de vitalidad de ese crisol de culturas. Por el contrario, el ostracismo y los múltiples vejámenes de los cuales son a menudo víctima refugiados o inmigrantes, exigen reprobación, mientras tienen como resultado el empujarles a estrechar sus filas, a vivir por así decir en un ghetto; y esto a su vez retrasa su integración en la sociedad que los ha recibido, desde el punto de vista administrativo, pero no de manera plenamente humana.

15. Entre las manifestaciones de desconfianza racial sistemática, es preciso volver aquí explícitamente sobre el antisemitismo. Ha sido ciertamente la forma más trágica que la ideología racista ha asumido en nuestro siglo, con los horrores del «holocausto» judío,[21] pero por desgracia no ha desaparecido todavía del todo. Parece, en efecto, que algunos no hubieran aprendido nada de los crímenes del pasado: hay organizaciones que alimentan, mediante ramificaciones en numerosos países, el mito racista antisemita, con el apoyo de una red de publicaciones. En estos últimos años, se han multiplicado los actos de terrorismo que tienen por mira personas y símbolos judíos y muestran la radicalización de esos grupos. El antisionismo — de otro orden, ya que consiste en una contestación del Estado de Israel y su política — sirve a veces de cobertura al antisemitismo, se nutre de él y lo promueve. Además, ciertos países aducen pretextos seudo-jurídicos y ponen restricciones a una libre emigración de los judíos.

16. Un temor difuso ante la posible aparición de nuevas formas, todavía desconocidas, de racismo, se expresa ocasionalmente a propósito del uso que se podría hacer de las «técnicas de procreación artificial», con la fecundación in vitro y las posibilidades de manipulación genética. Si bien tales temores se inspiran en parte todavía de hipótesis, no dejan de llamar la atención de la humanidad sobre una nueva inquietante dimensión del poder del hombre sobre el hombre, y en consecuencia, sobre la urgencia de la ética correspondiente. Es necesario que el derecho determine, cuanto antes, barreras infranqueables, a fin de que esas «técnicas» no caigan en manos de poderes abusivos e irresponsables, dedicados a «producir» seres humanos seleccionados según criterios de raza, u otras peculiaridades, cualesquiera sean. Se podría ser testigo as; del resurgimiento del funesto mito del racismo eugénico, cuyos efectos desastrosos el mundo ha ya padecido.[22] Un abuso parecido consistiría en evitar que vinieran al mundo seres humanos de tal o cual categoría social o étnica, mediante el recurso al aborto y a campañas de esterilización. Cuando se esfuma el respeto absoluto que se debe a la vida y a su transmisión, conforme a la voluntad del Creador, es de temer que desaparezca a la par todo freno moral al poder de los hombres, incluido el de elaborar una humanidad a la triste imagen de esos aprendices de brujo.

A fin de rechazar con firmeza tales modos de proceder, y extirpar de nuestras sociedades las conductas racistas, cualesquiera fuesen, y las mentalidades que a ellas conducen, es necesario poseer profundas convicciones acerca de la dignidad de toda persona y de la unidad de la familia humana. La moral brota de estas convicciones. Las leyes pueden contribuir a la salvaguardia de las aplicaciones esenciales de la moral. Pero no bastan para cambiar el corazón del hombre. El momento llega, pues, de escuchar el mensaje de la Iglesia que estructura aquellas convicciones y les brinda su fundamento.

TERCERA PARTE

LA DIGNIDAD DE TODA RAZA
Y LA UNIDAD DEL GÉNERO HUMANO. VISIÓN CRISTIANA

17. La doctrina cristiana sobre el hombre se ha desarrollado a partir de la Revelación bíblica y a su luz, así como también en una incesante confrontación con las aspiraciones y experiencias de los pueblos. Es esta doctrina que ha inspirado las actitudes de la Iglesia, que hemos señalado ya, en el curso de la historia. Ha sido reiterada de manera clara y sintética, para nuestro tiempo, por el Concilio Vaticano II, en varios textos decisivos. El siguiente texto puede servir de ilustración: «La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos los hombres, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino. Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada, por ser contraria al plan divino»,[23]

Esta enseñanza es reiterada a menudo por los Papas y los obispos. Así, Pablo VI precisaba ante el cuerpo diplomático: «Para quien cree en Dios, todos los seres humanos, incluso los menos favorecidos, son hijos del Padre universal que los ha creado a su imagen y guía sus destinos con amor solícito. La paternidad de Dios significa fraternidad entre los hombres: éste es uno de los puntos clave del universalismo cristiano, un punto en común también con otras grandes religiones, y un axioma de la más profunda sabiduría humana de todos los tiempos, la que rinde culto a la dignidad del hombre»,[24]

Y Juan Pablo II insiste: «La creación del hombre por Dios «a su imagen» confiere a toda persona humana una dignidad eminente; supone además la igualdad fundamental de todos los seres humanos. Para la Iglesia, esta igualdad, enraizada en le mismo ser del hombre, adquiere la dimensión de una fraternidad especialísima mediante la encarnación del Hijo de Dios… En la redención realizada por Jesucristo, la Iglesia contempla una nueva base para los derechos y deberes de la persona humana. Por ello, cualquier forma de discriminación por causa de la raza … es absolutamente inaceptable»,[25]

18. Este principio de la igual dignidad de todos los hombres, cualquiera sea la raza a que pertenecen, encuentra ya un serio apoyo en el plano científico, y un sólido fundamento en el plano de la filosofía, de la moral y de las religiones en general. La fe cristiana respeta esta intuición y la afirmación consiguiente y se regocija por ella. Revela una convergencia muy digna de nota entre las diversas disciplinas que refuerza las convicciones de la mayoría de los hombres de buena voluntad y permite la elaboración de declaraciones, convenciones y pactos internacionales para la salvaguardia de los derechos del hombre y la eliminación de toda forma de discriminación racial. En este sentido, Pablo VI podía hablar de «un axioma de la más profunda sabiduría humana de todos los tiempos».

Sin embargo, todos estos abordajes no son del mismo orden y es importante respetar sus niveles respectivos.

Las ciencias, por su parte, contribuyen a disipar no pocas falsas certidumbres con las cuales se intenta cubrirse cuando se quiere justificar conductas racistas o retrasar las transformaciones necesarias. Según el texto de una declaración, redactada en la UNESCO el 8 de junio de 1951 por un cierto número de personalidades científicas: «Los sabios reconocen generalmente que todos los hombres actualmente vivientes pertenecen a una misma especie, el homo sapiens, y que proceden de un mismo tronco»,[26] Pero las ciencias no son suficientes para asegurar las convicciones anti-racistas: por sus métodos mismos, ellas se prohíben a sí mismas decir una palabra final sobre el hombre y su destino y definir reglas morales universales obligatorias para las conciencias.

La filosofía, la moral y las grandes religiones se interesan, ellas también, del origen, la naturaleza y el destino del hombre, y ello en un plano che supera la investigación científica abandonada a sus fuerzas. Procuran fundamentar el respeto incondicional de toda vida humana sobre una base más firme que la observación de las costumbres y el consenso, siempre frágil y ambiguo, de una época. Logran así, en el mejor de los casos, adoptar un universalismo que la doctrina cristiana apoya sólidamente en la Revelación divina.

19. Según esta Revelación bíblica, Dios ha creado el ser humano — hombre y mujer — a su imagen y semejanza.[27] Este vínculo del hombre con su Creador funda su dignidad y sus derechos humanos inalienables, con Dios mismo como garante. A esos derechos personales corresponden evidentemente deberes hacia los demás hombres. Ni el individuo, ni la sociedad, ni el Estado, ni ninguna otra institución humana, pueden reducir al hombre — o un grupo de hombres — al estado de objeto.

La fe en un Dios que está al origen del género humano, trasciende, unifica y da sentido a todas las observaciones parciales que la ciencia puede acumular sobre el proceso de la evolución y el desenvolvimiento de las sociedades. Es la afirmación más radical de la idéntica dignidad de todos los hombres en Dios. Conforme a esta concepción, la persona escapa a todas las manipulaciones de los poderes humanos y de la propaganda ideológica destinada a justificar la sujeción de los más débiles. La fe en un solo Dios, Creador y Redentor de todo el género humano, hecho a su imagen y semejanza, constituye la negación absoluta e insoslayable de toda ideología racista. Pero es preciso extraer de ella todas sus consecuencias: «No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios»,[28]

20. La Revelación insiste, en efecto, igualmente, en la unidad de la familia humana: todos los hombres creados tienen en Dios un mismo origen. Cualquiera sea, en el curso de la historia, su dispersión geográfica o la acentuación de sus diferencias, están siempre destinados a formar una sola familia, según el plan de Dios establecido «al principio». En el primer hombre, la unidad de todo el género humano, presente y futuro, es tipológicamente afirmada. Adán —de adama, la tierra — es un singular colectivo. Es la especie humana que es «imagen de Dios». Eva, la primera mujer, es llamada «la madre de todos los vivientes»,[29] De la primera pareja «proviene la raza de los hombres».[30] Todos son de la «familia de Adán».[31] San Pablo declarará a los atenienses: «Dios creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra»; de manera que todos pueden decir con el poeta que son del «linaje» mismo de Dios.[32]

La elección del pueblo judío no contradice este universalismo, se trata de una pedagogía divina que se propone asegurar la preservación y el desarrollo de la fe en el Eterno, que es único, y fundamentar así las responsabilidades consiguientes. Si el pueblo de Israel ha tomado conciencia de una relación especial con Dios, ha afirmado también que hay una alianza con El de todo el género humano,[33] y que, aún en la Alianza concluida con él, todos los pueblos son llamados a la salvación: «Y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra» declara Dios a Abraham.[34]

21. El Nuevo Testamento refuerza esta revelación de la dignidad de todos los hombres, de su unidad fundamental y de su deber de fraternidad, porque todos han sido igualmente salvados y reunidos por Cristo.

El misterio de la Encarnación manifiesta en qué honor Dios ha tenido la naturaleza humana, ya que, en su Hijo, ha querido, sin confusión ni separación, unirla a la suya. Cristo se ha unido, en cierto modo con todo hombre.[35] Cristo es, por título exclusivo, la imagen de Dios invisible» [36] Sólo El revela de manera perfecta el ser de Dios en la humilde condición humana que ha asumido libremente.[37] Por ello, es el «nuevo Adán», prototipo de una humanidad nueva, «primogénito entre muchos hermanos»,[38] en quien ha sido restaurada la semejanza divina empañada por el pecado. Al hacerse carne entre nosotros, el Verbo eterno de Dios «ha compartido nuestra humanidad»[39] para conformarnos a su divinidad. La obra de salvación realizada por Cristo es universal. No tiene como destinatario solamente el pueblo elegido. Toda la «raza de Adán» es afectada, «recapitulada» en Cristo, según la expresión de San Ireneo.[40] En Cristo, todos los hombres son llamados a entrar, por la fe, en la Alianza definitiva con Dios,[41] al margen de la circuncisión, de la Ley de Moisés y de la raza.

Esta Alianza ha sido realizada y sellada por el sacrificio de Cristo, que obró la Redención de una humanidad pecadora. Por su cruz fue abolida la división religiosa — que se había hecho más rígida como división étnica — entre el pueblo de la promesa, ahora cumplida, y el resto de la humanidad. Los gentiles, hasta ahora «excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la promesa», «han llegado a estar cerca por la sangre de Cristo» [42] El , «de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad».[43] A partir del judío y del gentil, Cristo ha querido «crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo». Este «Hombre Nuevo» es el nombre colectivo de la humanidad redimida por El , en toda la variedad de sus componentes, reconciliada con Dios para formar un solo Cuerpo que es la Iglesia, gracias a la cruz que ha suprimido la enemistad.[44] De esta manera, no hay ya más «griego ni judío, circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos».[45] El creyente, cualquiera fuera su condición anterior, ha revestido así ese Hombre Nuevo, que no cesa de ser renovado a imagen de su Creador. Y Cristo reúne los hijos de Dios que estaban dispersos.[46]

El mensaje de Cristo no mira solamente a una fraternidad espiritual. Presupone y pone en marcha comportamientos concretos, muy importantes en la vida cotidiana: Cristo mismo ha dado el ejemplo. El marco estrecho de Palestina, donde se ha desarrollado casi toda su vida terrestre, no le brindaba demasiadas ocasiones de encontrar gente de otras razas. No obstante, se ha mostrado acogedor con todas las categorías de personas con las cuales entró en contacto. No temió dedicarse a los samaritanos [47] y ponerlos como ejemplo,[48] cuando eran menospreciados por los judíos y tratados como herejes. Ha hecho beneficiarios de su salvación a todos los que estaban marginados por una u otra razón: los enfermos, los pecadores hombres y mujeres, las prostitutas, los publicanos, los paganos como la mujer sirofenicia.[49]

Han quedado excluidos solamente los que se auto-excluyen, por su suficiencia, como algunos fariseos. Y él nos amonesta solemnemente: habremos de ser juzgados según la actitud que tuvimos hacia el extranjero, o hacia el más pequeño de sus hermanos. Incluso sin saberlo, encontramos en ellos a El mismo.[50]

La resurrección de Cristo y el don del Espíritu Santo en Pentecostés han inaugurado esta humanidad nueva. La incorporación a ella se realiza por la fe y el bautismo, a la zaga de la predicación y la libre adhesión al Evangelio. Y esta buena nueva está destinada a todas las razas. «Haced discípulos a todas las gentes»,[51]

22. La Iglesia tiene en consecuencia la vocación de ser, en medio del mundo, «el pueblo de los redimidos», reconciliados con Dios y entre sí, siendo «un solo cuerpo y un solo espíritu» en Cristo [52] y manifestando a todos los hombres respeto y amor. «Todas las naciones que hay bajo el cielo» estaban representadas simbólicamente en Jerusalén, el día de Pentecostés,[53] superación y antitipo de la dispersión de Babel.[54] Como afirma Pedro, cuando fue llamado a casa del pagano Cornelio: «a mí me ha mostrado Dios que no hay que llamar profano o impuro a ningún hombre … Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas».[55]

La Iglesia ha recibido la vocación sublime de realizar, primero en sí misma, la unidad del género humano, más allá de toda división étnica, cultural, nacional, social y otras todavía, a fin de significar precisamente el término de esas divisiones, abolidas por la cruz de Cristo. Al hacerlo, contribuye a promover la convivencia fraterna entre los pueblos. El Concilio Vaticano II ha definido muy justamente la Iglesia «como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»,[56] porque «Cristo y la Iglesia … trascienden todo particularismo de raza o de nación».[57] En la Iglesia no hay «ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo»,[58] Es precisamente el sentido del término «católico», es decir, universal; él caracteriza la Iglesia. Y a medida que ésta realiza su expansión, la catolicidad se vuelve más manifiesta: la Iglesia reúne efectivamente los fieles de Cristo de todas las naciones del mundo, con las culturas más variadas, guiadas por los pastores de sus pueblos, comulgando todos en la misma fe y en la misma caridad.

Aquello que la Iglesia tiene vocación y misión de realizar, por mandato divino, sus fracasos repetidos, obra de la dureza de los hombres y de los pecados de sus miembros, no pueden de ninguna manera anularlo. Esto confirma que no se trata de una empresa de hombres, sino de un proyecto que supera las fuerzas humanas. Es importante, en todo caso, que los cristianos se den cuenta mejor que son llamados, todos ellos, a ejercer el papel de signos en el mundo. A través de su conducta, que excluye toda forma de discriminación racial, étnica, nacional o cultural, el mundo debe poder reconocer la novedad del Evangelio de la reconciliación. Les toca anticipar, en la Iglesia, la comunidad escatológica y definitiva del Reino de Dios.

23. La doctrina cristiana, que acabamos de exponer, tiene, en efecto, serias consecuencias morales, que se puede resumir en tres palabras claves: respeto de las diferencias, fraternidad, solidaridad. Si los hombres y las comunidades humanas, son todos iguales en dignidad, ello no quiere decir que todos disfrutan, simultáneamente, de las mismas capacidades físicas, los mismos dones culturales, las mismas fuerzas intelectuales y morales, el mismo estadio de desarrollo. La igualdad no es uniformidad. Importa reconocer la diversidad y la complementariedad de las riquezas culturales y las cualidades morales de unos y de otros. La igualdad de trato presupone así un cierto reconocimiento de la diferencia, que las minorías reclaman a fin de desenvolverse según su genio propio, en el respeto de los demás y del bien común de la sociedad y de la comunidad mundial. Pero ningún grupo humano se puede engreír de poseer sobre otros una superioridad de naturaleza,[59] ni de ejercer ninguna discriminación que afecte los derechos fundamentales de la persona.

Sin embargo, el mutuo respeto no basta. Es preciso instaurar una fraternidad. El dinamismo necesario para tal fraternidad no es otro que la caridad, que está, también ella, en el corazón del mensaje cristiano: «Todo hombre es mi hermano»,[60] La caridad no es un simple sentimiento de benevolencia o de piedad; se orienta más bien a hacer que cada uno se beneficie efectivamente de aquéllas condiciones de vida dignas que le corresponden por justicia, en orden a su subsistencia, su libertad y su desarrollo bajo todos los aspectos. Ella hace ver en todo hombre y en toda mujer otro ser como uno, en Cristo, conforme al precepto divino: «amarás a tu prójimo como a ti mismo».

El reconocimiento de la fraternidad no basta. Se trata de ir hasta la solidaridad activa con todos, y en especial entre ricos y pobres. La reciente encíclica de Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre 1987) insiste en el hecho de la interdependencia, «percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual … y asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como «virtud», es la solidaridad».[61] En esto se juega la paz entre hombres y naciones: «Opus solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad».[62]

CUARTA PARTE

CONTRIBUCIÓN DE LOS CRISTIANOS A LA PROMOCIÓN,
CON LOS DEMÁS, DE LA FRATERNIDAD
Y LA SOLIDARIDAD ENTRE LAS RAZAS

24. El prejuicio racista, que niega la igual dignidad de todos los miembros de la familia humana y blasfema de su Creador, sólo puede ser combatido donde nace, es decir, en el corazón del hombre Del corazón brotan los comportamientos justos o injustos,[63] según que el hombre se abra a la voluntad de Dios, en el orden natural y en su Palabra viva, o se encierre en sí mismo y en su egoísmo, dictado por el miedo o por el instinto de dominio. Es la visión del otro que es preciso purificar. Alimentar concepciones y fomentar actitudes racistas es un pecado contra la enseñanza específica de Cristo, para quien el «prójimo» no es solamente el hombre de mi tribu, de mi ambiente, de mi religión o de mi nación, es todo ser humano que encuentro en mi camino.

Los medios externos, legislación o demostración científica, no bastan para extirpar al prejuicio racista. No es suficiente, en efecto, que las leyes eviten o sancionen toda clase de discriminación racial. Pueden ser fácilmente soslayadas, si la comunidad a la cual son destinadas no adhiere a ellas plenamente. Y para esto, una comunidad debe apropiarse los valores que inspiran las leyes justas y además traducir en la vida cotidiana la convicción de la igual dignidad de todo ser humano.

25. La conversión del corazón no puede ser alcanzada, sin afirmar las convicciones del espíritu acerca del respeto debido a las otras razas y grupos étnicos. La Iglesia, por su lado, coopera a la formación de las conciencias presentando claramente la íntegra doctrina cristiana sobre este punto. Pide en especial a los pastores, a los predicadores, a los maestros y a los catequistas, esclarecer la enseñanza auténtica de la Escritura y la tradición acerca del origen de todos los hombres en Dios, de su destino final común en el Reino de Dios, del valor del precepto del amor fraterno y de la total incompatibilidad entre el exclusivismo racista y la vocación universal de todos los hombres a la misma salvación en Jesucristo. El recurso a la Biblia para justificar a posteriori prejuicios racistas debe ser enérgicamente condenado. La Iglesia no ha autorizado nunca semejante distorsión de la interpretación bíblica.

La obra de persuasión de la Iglesia se realizará igualmente mediante el testimonio de vida de los cristianos: respeto de los extranjeros, aceptación del diálogo, la participación, la ayuda fraterna y la colaboración con los otros grupos étnicos. El mundo necesita la verificación entre los cristianos, de esta parábola en acción, a fin de dejarse convencer por el mensaje de Cristo. Sin duda, los cristianos ellos mismos deben confesar humildemente que miembros de la Iglesia, en todos los niveles, no han tenido siempre una conducta coherente, en este punto, en el curso de la historia. No obstante, deben continuar proclamando lo que es justo, mientras se empeñan a la vez por «realizar» la verdad.[64]

26. No basta tampoco exponer la doctrina y proponer un ejemplo. Es necesario además asumir la defensa de las víctimas del racismo dondequiera se encuentren. Los actos de discriminación entre los hombres y pueblos, por motivos racistas, o por otros motivos, sean religiosos o ideológicos, pero que desembocan en una actitud de menosprecio o de exclusión, deben ser dados a conocer con severidad y enérgicamente reprobados, para suscitar comportamientos, disposiciones legales y estructuras sociales equitativas.

Son muchos aquellos que se han vuelto más sensibles a esta injusticia y se empeñan en la lucha contra toda forma de racismo. Lo hagan por convicción religiosa o por razones humanitarias, son llevados a veces a desafiar las represiones de ciertos poderes, o por lo menos la presión de una opinión pública sectaria, y a hacer frente a persecuciones y a la cárcel. Los cristianos no dudan en asumir su propio lugar en esta lucha por la dignidad de sus hermanos, con el necesario discernimiento y prefiriendo siempre los medios no violentos.[65]

27. La Iglesia, en su denuncia del racismo, procura mantener una actitud evangélica respecto de todos. En esto consiste su originalidad. Si ella no teme analizar lúcidamente las causas del racismo y manifestar su desaprobación, incluso delante de los responsables, procura también comprender cómo se ha podido llegar a estos extremos, y querría ayudar a encontrar una salida razonable del callejón en el cual aquéllos responsables se han encerrado. Como Dios, que no se regocija con la muerte del pecador,[66] la Iglesia mira más bien a su reconciliación, si consiente en reparar las injusticias cometidas. Ella se preocupa también de evitar que las víctimas recurran a la lucha violenta y acaben por caer en un racismo análogo al que rechazan. Quiere ofrecer un espacio de reconciliación y no acentuar las oposiciones. Exhorta a obrar de tal modo que se excluya el odio. Predica el amor y prepara pacientemente un cambio de mentalidad, sin el cual un cambio de estructuras sería inútil.

28. Para la instauración de una conciencia no racista, el papel de la escuela es primario. El Magisterio de la Iglesia ha subrayado siempre la importancia de una educación que insiste en lo que es común a todos los seres humanos. Importa también ayudar a ver que el otro, porque es diferente, puede precisamente enriquecer nuestra experiencia. Es normal ciertamente que la historia, por ejemplo, cultive el aprecio por la propia nación, pero sería lamentable que condujera a un miope chauvinismo y asignara a las realizaciones de las otras naciones sólo un lugar accesorio que resulte inferior. Como se ha hecho ya en algunos países, puede llegar a ser necesario revisar los manuales escolares que falsifican la historia, al callar los crímenes históricos del racismo o justifican sus principios. Igualmente, la instrucción cívica debe ser concebida de tal manera que sean arrancados de raíz los reflejos discriminatorios respecto de personas que pertenecen a otros grupos étnicos. La escuela brinda siempre más, a los hijos de inmigrantes, la ocasión de mezclarse con los autóctonos: ¡ojalá se aprovechara esta circunstancia para ayudar unos y otros a conocerse mejor y preparar una convivencia armoniosa!

Muchos jóvenes parecen, hoy día, estar menos ligados a prejuicios raciales. Se nos brinda así un recurso para el futuro, que es preciso saber cultivar. Mueve tanto más a amargura comprobar que otros jóvenes se organizan en bandas para cometer violencias contra ciertos grupos raciales o transformar encuentros deportivos en manifestaciones de chauvinismo que culminan en actos vandálicos o en masacres. Los prejuicios raciales, si no se nutren de ideologías, nacen, más a menudo, de una ignorancia del otro, que abre la puerta a la imaginación legendaria y engendra el temor. Ahora bien, no faltan, hoy, ocasiones para acostumbrar los jóvenes al respeto y la estima de la diversidad: intercambios internacionales, viajes, cursos de lenguas, creación de vínculos entre ciudades gemelas, campamentos de vacaciones, escuelas internacionales, actividades deportivas y culturales.

29. La persuasión y la educación deben ir acompañadas paralelamente por la voluntad de traducir en textos legales el respeto de otros grupos étnicos, así como también en las estructuras y el funcionamiento de las instituciones regionales o nacionales.

Cuando el racismo muere en los corazones, acaba por desaparecer en las leyes. Pero es preciso actuar directamente también en el terreno jurídico. Donde existen todavía leyes discriminatorias, los ciudadanos, conscientes de la perversidad de tal ideología, deben asumir sus responsabilidades a fin de que, por medio de los procesos democráticos, el derecho sea puesto de acuerdo con la ley moral. Dentro de un mismo Estado, la ley debe ser igual para todos los ciudadanos indistintamente. Un grupo dominante, numéricamente mayoritario o minoritario, no puede, en ningún caso, disponer a su arbitrio de los derechos fundamentales de los demás grupos. Es necesario que las minorías étnicas, lingüísticas o religiosas que viven dentro de las fronteras de un mismo Estado, se vean reconocer los mismos derechos inalienables de los otros ciudadanos, incluido el de vivir como grupo según sus finalidades culturales y religiosas. Deben gozar de la facultad de integrarse libremente a la cultura circundante.[67]

El estatuto de otras categorías de personas, como los inmigrantes, los refugiados, o también los trabajadores extranjeros estacionales, es a menudo más precario todavía. Es así más urgente que sus derechos humanos fundamentales sean reconocidos y garantizados. Ahora bien, son estas personas quienes, más frecuentemente, resultan víctimas de prejuicios racistas. Las leyes deberán atender a que sean reprimidos los actos de agresión respecto de ellos, como también los comportamientos de quienquiera (empleador, funcionario o persona privada) pretendiera someter las personas más desprotegidas a diversas formas de explotación, económicas u otras.

Pertenece, sin duda, a los poderes públicos, responsables del bien común, determinar la proporción de refugiados o inmigrantes que el país acoge, atendidas las posibilidades de empleo y las perspectivas de desarrollo, pero también la urgencia de las necesidades de otros pueblos. El Estado cuidará igualmente que no se creen situaciones de grave desequilibrio social, acompañadas por fenómenos sociológicos de rechazo como puede ocurrir cuando una excesiva concentración de personas de diferente cultura es percibida como una amenaza directa a la identidad y las costumbres de la comunidad de acogida. En el aprendizaje de la diversidad, todo no se puede exigir de entrada. Pero es preciso considerar las posibilidades que se abren de una nueva convivencia y aún de un mutuo enriquecimiento. Y una vez que un extranjero ha sido admitido y se ha sometido a los reglamentos de orden público, tiene derecho a la protección de la ley, mientras dure el período de su inserción social.

Igualmente, la legislación laboral no debe permitir que, por una prestación igual de trabajo, los extranjeros que hubieran encontrado empleo en un país del cual no son ciudadanos, padezcan discriminación en cuanto al salario, los beneficios sociales y seguro de ancianidad, respecto de los trabajadores autóctonos. Es justamente en las relaciones de trabajo que debería surgir un mejor conocimiento y aceptación mutuos entre personas de origen étnico y cultural diferente, y crearse una solidaridad humana capaz de superar los prejuicios de la primera hora.

30. En el plano internacional, importa continuar a elaborar instrumentos jurídicos de lucha contra el racismo, y sobre todo conferirles plena eficacia.

Luego de los excesos del nazismo, las Naciones Unidas se empeñaron intensamente en favor del respeto de hombres y pueblos.[68] Una importante Convención internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial fue adoptada por la XX Asamblea General de las Naciones Unidas el 21 de diciembre de 1965. Estipula, entre otras cosas, que «nada podría justificar, en ninguna parte, la discriminación racial, ni en teoría, ni en la práctica» (Preámbulo, (.6a parte); y prevé medidas legislativas y judiciales para poner por obra estas disposiciones. Entró en vigor el 4 de enero de 1969 y fue formalmente ratificada por la Santa Sede el 1° de mayo de ese mismo año.

La ONU decidía todavía, el 2 de noviembre de 1973, proclamar un «Decenio de lucha contra el racismo y la discriminación racial». El Papa Pablo VI manifestó enseguida su «gran interés» y su «viva satisfacción» por esta nueva iniciativa: «Esta iniciativa eminentemente humana encontrará una vez más lado a lado la Santa Sede y las Naciones Unidas, si bien en planos diversos y con medios diferentes».[69]

El Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (ECOSOC) comprende desde 1946 una Comisión de Derechos Humanos, la cual ha instituido a su vez una Subcomisión de prevención de discriminaciones y protección a las minorías.

La contribución de la Santa Sede ha proseguido mediante la participación de su s delegaciones en numerosas manifestaciones importantes del primer decenio y en otras reuniones intergubernamentales.[70] Un segundo Decenio ha sido proclamado después (1983-1993).

31. Estos esfuerzos de la Santa Sede en cuanto miembro cualificado de la comunidad internacional, no deben ser disociados de los múltiples esfuerzos de las comunidades cristianas en el mundo ni del empeño personal de los cristianos en el marco de las comunes instituciones sociales.

En este contexto, es necesario mencionar especialmente la contribución de algunos episcopados. Se puede citar, por ejemplo, los esfuerzos realizados por los obispos de dos países signados por una experiencia aguda, si bien distinta en cada caso, de los problemas del racismo.

El-primer caso es el de Estados Unidos de América, donde la discriminación racial ha sido mantenida en la legislación de varios Estados, mucho después de la Guerra civil (1861-1865). Recién en 1964 la Ley sobre lo s derechos civiles puso punto final a toda forma de discriminación racial legalmente practicada. Fue un gran paso adelante, largamente madurado y jalonado por numerosas iniciativas de carácter no violento. La Iglesia católica, particularmente por medio de las declaraciones del Episcopado,[71] y su extensa red educacional, contribuyó a este proceso.

A pesar de los esfuerzos continuados y múltiples, mucho queda todavía por hacer para eliminar del todo el prejuicio y la conducta racista, incluso en este país que puede ser tenido por uno de los más interraciales del mundo. Prueba de ello es la declaración adoptada por el «Administrative Board» de la Conferencia católica de los Estados Unidos, el 26 de marzo de 1987, que llama la atención sobre la persistencia de indicios de racismo en la sociedad americana y condena la actividad de organizaciones de tipo racista como el «Ku Klux Klan».

El segundo ejemplo es el de la Iglesia de Sudáfrica que hace frente a una situación muy diferente. El empeño de los obispos sudafricanos, a menudo en estrecha colaboración con otras Iglesias cristianas, en favor de la igualdad racial y contra el apartheid, es bien conocido. A este respecto, se pueden mencionar algunos recientes documentos de la Conferencia episcopal: la Carta Pastoral del 1º de mayo de 1986, con el título significativo: «La esperanza cristiana en la crisis actual»,[72] y el mensaje dirigido al Jefe del Estado en agosto del mismo año.[73]

La situación en Sudáfrica ha suscitado en todas partes numerosas manifestaciones de solidaridad con los que sufren a causa del apartheid y de apoyo a las iniciativas eclesiales,[74] tomadas por los demás frecuentemente en un acuerdo ecuménico. El Papa Juan Pablo II, de parte suya, no ha dejado de demostrar a menudo su solicitud a los obispos católicos de este país.[75] Durante su viaje al África Austral, el 10 de septiembre de 1988, el Papa se dirigió a todos los obispos de la región, reunidos en Harare, diciéndoles entre otras cosas: «El problema del apartheid, entendido como sistema de discriminación social, económica y política, ocupa vuestra misión como maestros y guías espirituales de vuestra grey en un esfuerzo serio y resuelto para contrarrestar injusticias y propugnar la sustitución de esa política por una que esté de acuerdo con la justicia y el amor. Yo os aliento a que continuéis manteniendo firme y valientemente los principios en los que se basa la respuesta pacífica y justa a las legítimas aspiraciones de vuestros conciudadanos. Tengo presentes las actitudes expresadas a lo largo de estos años por la Conferencia Episcopal Sudafricana, desde su primera declaración conjunta de 1952. La Santa Sede y yo mismo hemos llamado la atención sobre las injusticias del apartheid en numerosas ocasiones y muy recientemente ante un grupo ecuménico de líderes cristianos de Sudáfrica en visita a Roma. Les recordé que «puesto que la reconciliación está en el corazón del Evangelio, los cristianos no pueden aceptar estructuras de discriminación racial que violen los derechos humanos. Pero deben advertir también que un cambio de estructuras está ligado a un cambio de corazones. Los cambios que buscan están enraizados en la fuerza del amor, el amor divino del que brota toda acción y transformación cristiana» (Discurso a una Delegación Ecuménica Conjunta de Sudáfrica, 27 de mayo de 1988)».[76]

32. Finalmente, el racismo, si perturba la paz de las sociedades, contamina asimismo la paz internacional . Cuando falta la justicia en es te punto capital, la violencia y las guerras se desencadenan fácilmente, y las relaciones con las naciones vecinas se alteran.

En el campo de las relaciones entre los Estados, la aplicación leal de los principios sobre la igual dignidad de todos los pueblos debería impedir que unas naciones sean tratadas por otras a partir de prejuicios racistas. En situaciones de tensión entre Estados, es posible incriminar tal decisión política de un adversario, su comportamiento injusto en tal o cual punto, eventualmente el faltar a la palabra dada, pero no se puede condenar globalmente un pueblo por lo que no es a menudo más que una falta de sus dirigentes. Es en estas reacciones primarias e irracionales que los prejuicios racistas pueden reanimarse y comprometer de manera perdurable las relaciones entre las naciones.

La comunidad internacional no dispone de medios de coacción respecto de los Estados que practican todavía, conforme a su sistema jurídico, la discriminación racial con sus propias poblaciones. No obstante, el derecho internacional permite que adecuadas presiones exteriores puedan serles aplicadas a fin de conducirlos, según un plan orgánico y negociado, a abolir la legislación racista y a establecer, en su lugar, una legislación conforme a los derechos humanos. La comunidad internacional deberá, en este caso, atender, con sumo cuidado, a que su acción no arroje al país en cuestión a conflictos interiores todavía más dramáticos.

En cuanto a los mismos países donde reinan graves tensiones raciales, es preciso que se den cuenta de lo precario de una paz que no se funda sobre el consenso de todos los componentes de la sociedad. La historia enseña que el desconocimiento prolongado de los derechos del hombre concluye casi siempre por provocar explosiones de violencia incontrolable. A fin de generar un orden fundado en el derecho, es necesario que los grupos antagonistas se dejen vencer por los valores supremos y trascendentes que están en la base de toda comunidad humana y de toda relación pacífica entre las naciones.

33. Conclusión.

La lucha contra el racismo parece ser ahora un imperativo ampliamente radicado en las conciencias humanas. La Convención de la ONU (1965) ha formulado con fuerza esta convicción: «Toda doctrina de superioridad fundada sobre la diferenciación entre las razas, es científicamente falsa, moralmente condenable y socialmente injusta y peligrosa».[77] La doctrina de la Iglesia afirma lo mismo, con no menos vigor: toda doctrina racista es contraria a la fe y al amor cristianos. No obstante, en contradicción con esta conciencia más madura de la dignidad humana, el racismo todavía existe, y resurge incluso bajo nuevas formas. Es como una llaga que sigue misteriosamente abierta en el flanco de la humanidad. Es necesario entonces que nos empeñemos todos en curarla con gran firmeza y paciencia.

Pero no hay que exponerse a confusiones. Hay grados y tipos de racismo. El racismo propiamente tal consiste en el desprecio de una raza, caracterizada por su origen étnico, su color o su lengua. El apartheid es hoy día la forma más típica y sistemática: un cambio es aquí absolutamente necesario y urgente. Pero hay muchas otras formas de exclusión y de rechazo, cuya motivación explícita no es la raza; los efectos son, sin embargo, análogos. Así, se trata de oponerse firmemente a todas las formas de discriminación. Sería hipócrita señalar con el dedo un solo país. El rechazo de tipo racista existe en todos los continentes. Muchos practican en los hechos la discriminación que aborrecen en las leyes.

El respeto por todo hombre, por toda raza, es el respeto por los derechos fundamentales, la dignidad, la igualdad básica. No se trata ciertamente de ignorar las diferencias culturales. Importa más bien educar a apreciar de manera positiva la diversidad complementaria entre los pueblos. Un pluralismo bien entendido resuelve el problema del racismo cerril.

La condenación del racismo y de los hechos racistas es necesaria. La aplicación de medidas legislativas, disciplinares y administrativas contra lo uno y lo otro, sin excluir las adecuadas presiones exteriores, puede ser oportuna. Los países y las organizaciones internacionales disponen, en orden a ello, de todo un ámbito de iniciativas por tomar o suscitar. Y es igualmente responsabilidad de los ciudadanos afectados, sin que por eso se deba llegar a reemplazar, mediante la violencia, una situación injusta por otra. Hay que procurar siempre soluciones constructivas.

Todo esto, la Iglesia católica lo anima. La Santa Sede tiene también su parte en ello, en el marco de su misión específica. Todos los católicos son llamados a obrar sobre el terreno, lado a lado con los otros cristianos y con cuantos se inspiran del mismo respeto por el ser humano. La Iglesia se empeña sobre todo en cambiar la mentalidad racista, también en sus propias comunidades. Por su parte, apela ante todo al sentido moral y religioso del hombre. Presenta sus exigencias utilizando la persuasión fraterna, que es su única arma. Pide a Dios que cambie los corazones. Brinda un espacio de reconciliación. Promueve iniciativas de acogida, de intercambio, y de ayuda respecto de los hombres y mujeres de otros grupos étnicos.

En esta empresa gigantesca en favor de la fraternidad humana, su misión es aportar un suplemento de alma. A pesar de los límites de sus miembros pecadores, ella, hoy como ayer, es consciente de haber sido constituida testigo de la caridad de Cristo sobre la tierra, signo e instrumento de la unidad del género humano. La consigna que propone a todos y que ella procura vivir es: a Todo hombre es mi hermano».

3 de noviembre de 1988. Memoria litúrgica de San Martín de Porres (nacido en Lima de un español y una esclava negra)

ROGER Cardenal ETCHEGARAY
Presidente

JORGE MEJÍA
Vice-Presidente


NOTAS

[1] Cf. Ef 2, 14.

[2] Cf Ex 19, 5.

[3] Cf. Mc 16, 15; Mt 28, 19.

[4] Ad Nat. I, 8; PL 1, 601.

[5] Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía, vol. 7, Madrid 1867, 414. Ver también el Breve Pastorale officium del 29-5-1537 al Arzobispo de Toledo, ib. 414; y H. DENZINGER – A. SCHOENMETZER, Enchiridion Symbolorum, Barcelona 1973.

[6] «No dediquéis vuestro celo, no propongáis ningún argumento para convencer esos pueblos a cambiar sus ritos, sus hábitos y sus costumbres, a menos que sean claramente contrarias a la religión y a la moral. Nada más absurdo que transferir a los chinos, Francia, España, Italia o cualquier otro país de Europa. No llevéis a esos pueblos vuestros países, sino la fe … No procuréis suplantar los usos de esos pueblos con los europeos y tratad de adaptaros vosotros a ellos».

Collectanea S. Congregationis de Propaganda Fide, seu Decreta Instructiones, Prescripta pro apostolicis missionibus(1622-1866), vol. I, Roma 1907, n. 135; Codicis luris Canonici Fontes (ed. Card. J. Serédi), Vaticano 1935, vol. VII, n. 4463, p. 20.

[7] Es conocida, entre otras, la interpretación que los fundamentalistas dan de la maldición pronunciada por Noé sobre su hijo Cam, en su nieto Canaán, condenado a ser servidor de sus hermanos (cf. Gen. 9, 24-27). Se engañaban acerca del sentido y el contenido verdadero del texto sagrado, que se refiere a una concreta situación histórica: las relaciones difíciles entre los Cananeos y el pueblo de Israel. Veían en Cam o Canaán el antepasado de los pueblos africanos a ellos sometidos, y en consecuencia, los consideraban como signados por Dios con una imborrable inferioridad que los destinaba a ser para siempre esclavos de los blancos.

[8] Cf. entre otras la obra de J. A. GOBINEAU, Essai sur l’inegalité des races humaines, 4 vol. París 1853-55. Gobineau se inspiraba de Darwin y extendía a las sociedades y a las civilizaciones las tesis sobre la selección natural de las especies.

[9] El 25-3-1928, un decreto del Santo Oficio condenaba el antisemitismo: AAS XX (1928), 103-104.

[10] AAS XXIX (1937), 149.

[11] Cf. texto francés en Documentation Catholique 1938, 579-580. El Papa Pío XI decía todavía, en un discurso a los miembros del Colegio de Propaganda Fide, el 28-7-1938: «Católico quiere decir universal, no racista, no nacionalista, en el sentido de separación que pueden tener estos dos atributos … No queremos separar nada en la familia humana … La expresión «género humano» revela precisamente la familia humana. Es preciso decir que los hombres son ante todo un único, grande, género, una grande y única familia de seres vivientes … Existe una sola raza humana universal, «católica» .. y con ella y en ella, variaciones diversas … Esta es la respuesta de la Iglesia», en L’Osservatore Romano, 30-7-1938.

[12] Cf. Encíclica Summi Pontificatus del 28-10-1939: AAS XXXI (1939), 481-509.

[13] Radiomensaje de Navidad 1942, AAS XXXV (1943), 14; 23.

[14] Ante los obispos de la Conferencia episcopal alemana, reunidos en la Maternushaus de la arquidiócesis de Colonia, el Papa Juan Pablo II ha propuesto el testimonio del Cardenal Conde Clemens August von Galen, de la carmelita Edith Stein, del jesuita Rupert Mayer: … «otros muchos testigos valerosos de la fe que, frente a aquella tiranía inhumana, se opusieron a la arbitrariedad y la injusticia impías movidos por sus convicciones de fe o en nombre de la humanidad… Todos ellos representan a la otra Alemania que no se doblegó ante la brutal arrogancia y la violencia y que, tras el hundimiento definitivo, pudo constituir el núcleo y la fuente de energía para la posterior y grandiosa reconstrucción moral y material» (L’Osservatore Romano, en español, 17 de mayo de 1987, p. 9).

[15] El 30-11-1973, las Naciones Unidas adoptaron una Convención internacional para la supresión y el castigo del crimen del apartheid. Cf. también, a propósito de las incidencias del apartheid sobre el empleo, la séptima Conferencia Regional de la OIT en Harare (Zimbabwe) del 29-11 al 7-12-1988.

[16] Pablo VI Alocución al Comité especial de las Naciones Unidas sobre el apartheid, 22-5-1974, L’Osservatore Romano, en español, 9 de junio de 1974, pp. 9-10; JUAN PABLO II, Alocución al mismo Comité, 7-7-1984, L’Osservatore Romano, en español, 9 de diciembre de 1984, p. 18; Discurso a los Cuerpos constituidos y al Cuerpo Diplomático en Yaoundé, 12-8-1985 n. 13, L’Osservatore Romano, en español, 1 de septiembre de 1985, p. 8.

[17] Cf. discurso de Juan Pablo II al Cuerpo Diplomático, 11-1-1986 n. 4, L’Osservatore Romano, en español, 19 de enero de 1986, p. 2.

[18] Cf. los siguientes discursos de Juan Pablo II:

— a los indios de Ecuador, en Latacunga, 31-1-1985, L’Osservatore Romano, en español, 10 de febrero de 1985, pp. 16-17;
— a los indios de Perú, en Cuzco, 3-2-1985, L’Osservatore Romano, en español, 17 de febrero de 1985, pp. 9-10
— a los aborígenes de Australia, en Alice Springs, 29-11-1986, L’Osservatore Romano, en español, 14 de diciembre de 1986, p. 18;
— a los indios de América del Norte, en Phoenix, 14-9-1987, L’Osservatore Romano, en español, 11 de octubre de 1987, p. 20;
— a los indios del Canadá, en Fort Simpson, 20-9-1987, L’Osservatore Romano, en español, 15 de noviembre de 1987, p. 22.
— Cf. también el Mensaje del Papa Juan Pablo II para la Jornada de la Paz 1989: «Para construir la paz, respeta las minorías».

[19] Por lo que toca al África, ver Pablo VI, Mensaje Africae Terrarum 20-10-1967, en AAS LIX (1967), 1073-1097; Discurso al Parlamento de Uganda, Kampala, 1-8-1969, AAS LXI (1969), 584-585; Discurso al Cuerpo Diplomático, 14-1-1978, L’Osservatore Romano, en español, 22 de enero de 1978, pp. 2 y 11; Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático en Yaoundé, 12 de agosto de 1985, nn. 11-12, L’Osservatore Romano en español, 1 de septiembre de 1985, pp. 7-8.

[20] El Papa Juan Pablo II ha recordado a menudo el derecho del pueblo palestino como el del pueblo judío, a tener una patria.

[21] Cf. el discurso de Juan Pablo II cuando su visita a la Sinagoga de Roma, 134-1986, L’Osservatore Romano, en español, 20 de abril de 1986, pp. I y 12.

[22] Cf. Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, Donum Vitae, del 22-2-1987, III: «El eugenismo y la discriminación entre los seres humanos podrían verse legitimados, lo cual constituiría un grave atentado contra la igualdad, contra la dignidad y contra los derechos fundamentales de la persona humana».

[23] Constitución Gaudium et spes, n. 29; cf. también ibid. n. 60 (para el derecho a la cultura); cf. Declaración Nostra aetate, n. 5, Decreto Ad Gentes, n. 15; Declaración Gravissimum educationis, n. 1 (para el derecho a la educación).

[24] Discurso al Cuerpo Diplomático, 14-1-1978, AAS LXX (1978), 172. Numerosos textos anteriores se pronunciaban en el mismo sentido, especialmente: enc. Populorum Progressio, nn. 47, 63; Mensaje de Pablo VI Africae Terrarum, 1-8-1969, AAS LXI (1969), 580-586; Carta apostólica Octogesima adveniens, de Pablo VI, n. 16, AAS LXIII (1971), 413; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1971: «Todo hombre es mi hermano».

[25] Alocución de Juan Pablo II al Comité especial de las Naciones Unidas contra el apartheid, 7-7-1984, L’Osservatore Romano, en español, 9 de diciembre de 1984, p. 18.

[26] El racismo ante la ciencia, UNESCO, París 1973, n. 1, p. 369.

[27] Cf. Gen 1, 26-27; 5, 1-2; 9, 6: está prohibido derramar la sangre del hombre creado a imagen de Dios.

[28] Declaración Nostra aetate, n. 5, citada en el discurso de Juan Pablo II a los jóvenes musulmanes, en Casablanca, 19-8-1985, quien añade: «Por otra parte, la obediencia a Dios y el amor hacia el hombre ha de conducirnos a respetar los derechos del hombre, esos derechos que son expresión de la voluntad de Dios y exigencia de la naturaleza humana como Dios la ha creado» (L’Osservatore Romano, en español, 15 de septiembre de 1985, p. 14).

[29] Gen 3, 20.

[30] Tob 8, 6.

[31] Cf. Gen 5, 1.

[32] Cf. Hech 17, 26, 28, 29.

[33] Cf. Gen 9, 11 ss.

[34] Gen 12, 3; Hech 3, 25.

[35] Cf. Constitución Gaudium et spes, n. 22.

[36] Col 1, 1S; cf. 2 Co 4, 4.

[37] Cf. Fil 2, 6-7.

[38] Rm 8, 29.

[39] Missale romanum, offertorium.

[40] Cf. Adversus Haereses, III, 22, 3: «El Señor es quien ha recapitulado en sí mismo todas las naciones dispersas desde Adán, todas las lenguas y todas las generaciones, incluido el mismo Adán». Ireneo se inspiraba en San Pablo: Ef 1, 10; Col 1, 20.

[41] Cf. Rm 1, 16-17.

[42] Cf. Ef 2, 11-13.

[43] Ibid. 2, 14.

[44] Cf. ibid. 2, 15-16.

[45] Col 3, 11, cf. Ga 3, 28.

[46] Cf. Jn 11, 52.

[47] Cf. Jn 4, 4-42.

[48] Cf. Lc 10, 33.

[49] Cf. Mc 7, 24.

[50] Mt 25, 38; 40.

[51] Mt 28, 19.

[52] Oración eucarística, n. 3.

[53] Cf. Hech 2, 5.

[54] Cf. Gen 11, 1-9.

[55] Hech 10, 28; 34.

[56] Constitución Lumen gentium, n. 1.

[57] Decreto Ad gentes, n. 8.

[58] Constitución Lumen gentium, n. 32.

[59] Cf. Encíclica Pacem in terris de Juan XXIII, 11-4-1963, que denuncia, después de Pío IX, el escándalo de la persistencia de las ideologías, según las cuales «ciertos seres humanos o ciertas naciones son superiores a otras por naturaleza».

[60] Tema de la Jornada Mundial de la Paz 1971.

[61] Encíclica Sollicitudo rei socialis, n. 38.

[62] Ibid., n. 39.

[63] Cf. Mc 7, 21-23.

[64] Cf. Jn 3, 21.

[65] Instrucción de la Congregación para la doctrina de la fe, Libertatis conscientia, 22-3-1986, 78-79: «Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una situación inicua es suficiente por sí misma para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de regímenes totalitarios. La lucha contra las injusticias solamente tiene sentido si está encaminada a la instauración de un nuevo orden social y político conforme a las exigencias de la justicia. Esta debe ya marcar las etapas de su instauración. Existe una moralidad de los medios… En efecto, a causa del desarrollo continuo de las técnicas empleadas y de la creciente gravedad de los peligros implicados en el recurso a la violencia, lo que se llama hoy «resistencia pasiva» abre un camino más conforme con los principios morales y no menos prometedor de éxito».

[66] Cf. Ez 18, 32

[67] Mensaje del Papa Juan Pablo II para la Jornada de la Paz 1989: «Para construir la paz, respeta las minorías».

[68] En especial: Carta de las Naciones Unidas, 26-6-1945, art. 1, § 3; Declaración universal de los derechos del hombre, 10-12-1948, art. 1; 2; 16; 26, II; Declaración de las Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial, 20-11-1963.

[69] Mensaje a las Naciones Unidas por el 25° aniversario de la Declaración universal de los derechos del hombre, 10-12-1973, AAS LXV (1973), 673-677. Con ocasión de ese decenio, la Pontificia Comisión «Iustitia et Pax» publicó en 1979, con la firma del R. P. Roger Heckel s.j., un libro intitulado La lucha contra el racismo: aportes de la Iglesia que presentaba el estado preciso de la cuestión.

[70] Se puede citar especialmente: la Conferencia internacional sobre la Namibia y los derechos del hombre (Dakar, 5-8 de enero de 1976); — la Conferencia mundial para la acción contra el apartheid (Lagos, 22-26 de agosto de 1977); — la reunión de representantes de los Gobiernos encargados de elaborar un proyecto de Declaración sobre la raza y los prejuicios raciales (UNESCO, París 13-21 de marzo de 1978); — la Conferencia mundial para la lucha contra el racismo y la discriminación racial (Ginebra 14-25 de agosto de 1978); — la 2a Conferencia mundial para la lucha contra el racismo y la discriminación racial (Ginebra 1-12 de agosto de 1983).

[71] Cf. el documento más importante del último decenio: «Brothers and Sisters to Us: a Pastoral Letter on Racism in Our Day», publicado en 1979.

[72] Cf. Origins vol. 16, n. 1, p. 11.

[73] Cf. L’Osservatore Romano, 3-4 de noviembre de 1986, p. 6.

[74] Se puede mencionar la carta que el Cardenal Roger Etchegaray dirigió, el 8-3-1986 a Mons. Denis Hurley, entonces Presidente de la Conferencia episcopal, a fin de animar los esfuerzos de los obispos y examinar las vías posibles para superar el conflicto; cf. L’Osservatore Romano 19-4-1986, p. 5.

[75] En particular con ocasión de las visitas ad limina; la última tuvo lugar en noviembre 1987; cf. discurso de Juan Pablo II, en L’Osservatore Romano, en español, 14 de febrero de 1988, pp. 9-10.

[76] L’Osservatore Romano, en español, 9 de octubre de 1988, p. 14.

[77] Convención internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial (adoptada el 21 de diciembre de 1965 y con fuerza de ley desde el 4 de enero de 1969), consideración preliminar n. 6.

[78] La intención de estas páginas no es hacer una historia completa del racismo, ni de la actitud de la Iglesia a su respecto, sino tan sólo enumerar algunos puntos salientes de esa historia y subrayar la coherencia de la enseñanza del Magisterio frente al fenómeno racista. Al hacerlo no se pretende disimular las debilidades y, a veces, también las connivencias tanto de los hombres de Iglesia como de los simples cristianos.

Fuente: www.vatican.va

https://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/justpeace/documents/rc_pc_justpeace_doc_19881103_racismo_sp.html

Deja un comentario

Comentarios

No hay comentarios aún. ¿Por qué no comienzas el debate?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *